Desde fines de los años 1990, migrantes provenientes de Irak, Irán, Afganistán, Pakistán, Egipto, Libia, Sudán o Eritrea, y ahora jóvenes palestinos del Líbano, se chocan con el puerto de Patras —una pequeña ciudad griega en las orillas del mar Jónico—, desde donde parten los cargueros para Venecia, Ancona y Bari en Italia. Buscan aquí un paso hacia Europa. Un día de febrero de 2009, a pocos metros de la frontera, esto fue lo que vi.
Unos veinte jóvenes afganos caminan por el borde de la ruta a lo largo del puerto. Como todos los días, esperan los camiones que avanzan lentamente hacia el puerto desde donde se embarcarán en las bodegas de los barcos que los llevarán, junto con sus mercaderías, hacia Italia. Con la llegada de uno de ellos, los otros comienzan a correr, dos de ellos intentan abrir las puertas traseras del camión y, si lo logran, sostienen las puertas abiertas, sin dejar de correr, mientras que uno o dos más tratan de subir rápidamente.
Hay algunos gritos y a veces risas, ya que a fuerza de repetirse, esto se convierte casi en un juego. Algunos choferes, molestos por esas tentativas cotidianas, juegan sádicamente a alternar aceleraciones y disminuciones de velocidad para hacerlos caer. Al borde de la ruta está estacionado un coche policial, en el que cuatro policías, charlando, observan a los jóvenes que corren a algunos metros de ellos.
Finalmente, del otro lado de la calle, después de un pequeño césped, un ventanal ocupa toda la fachada de la planta baja de un edificio lujoso. Detrás del vidrio se divisa un gimnasio cuyos aparatos están orientados de tal manera que al utilizarlos se ve lo que sucede afuera.
Ubicadas una al lado de la otra, sobre sus bicicletas fijas o sus cintas caminadoras, unas diez personas pedalean, caminan y miran plácidamente la carrera de los jóvenes afganos detrás de los camiones. En su campo visual, están también el puerto, algunos barcos y a lo lejos el mar; sin duda también el coche de policía, estacionado al borde de la ruta.
Ninguna palabra se intercambia entre los jóvenes afganos y los body-builders, tampoco hay relación directa entre los policías y los migrantes o refugiados, cuyos movimientos se limitan a vigilar, tratando de identificar, a pesar de lo aglutinado del grupo, a los que lograrán subir en la parte trasera de los camiones, para luego hacerlos salir, cuando estén en el estacionamiento del puerto, una vez que hayan pasado la barrera que hace las veces de frontera, pero todavía en stand by, esperando el embarque. No hay más que miradas, tal vez algunas de ellas se intercambian. Y esas frenadas y aceleradas de los choferes de camión que informan a los jóvenes afganos que los han visto y que sus vidas son frágiles.
En esta escena silenciosa hay tres lugares, tres actores y tres miradas. Lo que simbolizan en conjunto es ante todo una (no-) relación y una suerte de síntesis del estado del mundo.
Bloqueados en la frontera
A través de su carrera, su paseo o su andar, los jóvenes migrantes afganos encarnan una nueva figura del extranjero, zigzagueando entre las prohibiciones. Ya que si los policías que los ven correr permanecen más bien tranquilos, es porque existe un complejo dispositivo de rejas muy altas que rodean al puerto, porque los camiones serán minuciosamente inspeccionados en el estacionamiento antes de su embarque y porque además, a su llegada a Italia, aquellos que hubieran logrado pasar serán detenidos y puestos en el barco de regreso. Y se encontrarán nuevamente en el campamento de Patras.
Por lo tanto, pasan menos fácilmente que las mercaderías bajo las que tratan de disimularse —cosa que ya sabemos pero de manera un poco abstracta, cuando comparamos la libre circulación de las mercaderías y de los capitales, y la más difícil y a veces imposible, circulación de las personas.
En julio de 2012 se encontraron en el puerto de Venecia, después de cuarenta horas de trayecto en contenedores de camiones en el fondo de la bodega de los barcos, dos migrantes muertos por asfixia bajo una bolsa plástica con la que habían cubierto sus caras para disimular las huellas de respiración que los policías ven gracias a detectores de respiración.
Algunos logran pasar de todas formas (a cuentagotas por mar o por vías terrestres mucho más largas y extenuantes), y esto mantiene el deseo y la energía del movimiento de los demás, que quedaron bloqueados en la frontera. Y para aquellos que fracasan en su intento de atravesarla, los meses y los años transcurren allí, entre el puerto, el campo, los lugares en donde logran instalarse en la ciudad y los trabajos temporarios en los naranjales y los olivares de la región.
Toda una vida se organiza en los lugares de frontera, marcada por la incertidumbre del momento y del futuro inmediato, la incertidumbre también de las miradas de las que son objeto. Porque, cuando corren detrás de los camiones, no ven las miradas indiferentes de los burgueses desde sus gimnasios, o bien se burlan así como se ríen de las personas de la ciudad que los miran cuando pasean a la vera de la ruta que bordea el puerto, o se ponen a bromear entre ellos sin cuidado, cuando una linda joven los cruza y sigue su camino.
Ellos son fáciles de reconocer, por sus cuerpos (cansados, arruinados, heridos), por sus ropas (esa impresión de suciedad incrustada en las prendas por el tiempo, las noches pasadas a la intemperie, el humo de los braseros), por su manera de ser (lenta, casi indolente, con una gravedad siempre teñida de humor) y por sus ritmos cotidianos desfasados: mucha espera, somnolencia, hasta el momento en que se acercan a la frontera y a los camiones que llegan.