Todos sabemos lo que es un auto, un teléfono o un avión. Los hemos visto miles de veces y estamos familiarizados con sus características generales. Sin embargo hay otros inventos que alguna vez llegaron al conocimiento popular a través de la literatura, el cine o la ficción en general.
Los escritores, incluso los que escriben fantasía, toman sus ideas del mundo que los rodea. Y ese mundo incluye al mundo de la ciencia. De modo que, a veces, los escritores de ficción se convierten en involuntarios divulgadores de la ciencia, sus hechos y sus personajes. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en una de las grandes obras de la literatura universal.
Esta historia comienza en Italia, a fines del siglo XVIII. El anatomista Luigi Galvani descubrió que al tocar las patas de una rana muerta con dos varillas metálicas las patas se sacudían como si el animal estuviera vivo. Las investigaciones de Galvani demostraron que el contacto de dos metales en un medio húmedo producía una tensión eléctrica y condujeron a la invención de la pila eléctrica por el también italiano Alessandro Volta. Pero, al mismo tiempo, sugería que la electricidad podía devolverles la vida a los tejidos muertos. De alguna manera misteriosa parecía que muerte + electricidad = vida.
En 1818, Lord Byron, su médico, John Polidori, su amigo Percy Bysshe Shelley y la amante de este, Mary Wollstonecraft, pasaron una temporada en Suiza, cerca de Ginebra. Una noche se desafiaron mutuamente a escribir una “historia de fantasmas”. Mary conocía el trabajo de Galvani y se le ocurrió escribir una historia acerca de una criatura animada gracias a la electricidad: Frankenstein, o el moderno Prometeo.
Aunque la obra no da demasiados detalles al respecto, sabemos que Mary se inspiró en las ideas de Galvani porque así lo cuenta ella en el prólogo de su libro en la edición de 1831. Dice que la idea de crear un ser vivo no era tan fantasiosa como podría parecer porque no se trataba necesariamente de crearlo de la nada. Tal vez se podría juntar partes de cadáveres e infundirles vida “como sugería el galvanismo”. Seguramente, muchos de los lectores iniciales de Frankenstein tuvieron en esta novela la primera idea de lo que era el poder de la ciencia.
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Dumas y el telégrafo óptico
En 1791, el francés Claude Chappe inventó un ingenioso sistema de telecomunicaciones. Consistía en una red de torres, ubicadas a lo largo de una línea y separadas unos quince kilómetros entre sí. En la cima de cada torre había un mecanismo de brazos móviles que podían adoptar distintas posiciones. A cada posición le correspondía una letra, una palabra o hasta una frase completa con lo que se podía codificar un mensaje, más o menos al estilo de las banderas de señales que se usaban en los barcos.
Para transmitir un mensaje, el operador de la primera torre traducía el texto a través del mecanismo de brazos. En campo abierto y con instrumentos adecuados, estos movimientos podían ser observados por el operador de la torre siguiente, quien los reproducía para la torre subsiguiente, y así sucesivamente. De esta manera el mensaje pasaba de torre en torre pudiendo recorrer cientos de kilómetros en pocos minutos. Este sistema se conoce como telégrafo óptico o telégrafo de Chappe y fue el primer sistema eficaz de telecomunicaciones.
La primera línea de telégrafos ópticos se terminó en 1794 y contaba con 15 torres a lo largo de 230 kilómetros entre París y Lille. Con el tiempo, Francia llegó a contar con una red de 500 torres que cubrían más de cinco mil kilómetros y se extendían hacia países vecinos, como Holanda e Italia. La red jugó un papel importante en las campañas de Napoleón, que la usó para recibir noticias y despachar órdenes. Sistemas similares se instalaron en España, Suecia, Alemania y Estados Unidos.
El telégrafo óptico tuvo una vigencia muy breve porque a mediados del siglo XIX comenzó a ser reemplazado por el telégrafo Morse, más simple y práctico (podía usarse de noche, por ejemplo). Y, si sabemos algo de este aparato, seguramente sea por haber leído la descripción que hace de él Alejandro Dumas en El conde de Montecristo. Para vengarse del banquero Danglars, uno de sus enemigos, el conde soborna al operador de una torre para que transmita un mensaje falso. Este mensaje hace fracasar las inversiones de Danglars, arruinándolo para siempre.
Mark Twain y las huellas digitales
Las aventuras de Wilson Cabezaloca es una novela corta de Mark Twain. Fue publicada en 1894 pero la acción transcurre algunos años antes, en tiempos de la esclavitud. El protagonista (el Wilson Cabezaloca del título) es un abogado retirado, un poco aventurero y otro poco filósofo, que resuelve un asesinato y un problema de identidad por cambio de bebés mediante huellas digitales.
Las huellas digitales, y su carácter único, se conocen desde la antigüedad clásica. Hay testimonios de su uso en China, Persia y Babilonia. Sin embargo, su estudio sistemático para el desarrollo de un método práctico de identificación es de fines del siglo XIX. Es posible que en esos años mucha gente se enterara de lo que eran las huellas digitales y para qué servían a partir de la lectura de este libro en sus primeras ediciones.
El primer caso registrado de un crimen resuelto mediante el análisis de huellas digitales ocurrió en Necochea en 1892, aplicando el sistema de clasificación del croata-argentino Juan Vucetich. Actualmente, tanto la escuela de policía de la provincia de Buenos Aires como un instituto de investigaciones forenses en Croacia llevan el nombre de Vucetich.
Julio Verne y el fax
Hacia 1990 se publicó París en el siglo XX, obra de Julio Verne escrita en 1863, pero que no había sido publicada por consejo de su editor. Como siempre, Verne anticipa algunos inventos desconocidos en su época. Por ejemplo, en un pasaje de la novela nos enteramos de la existencia de un telégrafo “...que permitía enviar a cualquier parte el facsímil de una escritura, autógrafo o dibujo y firmar letras de cambio o contratos a diez mil kilómetros de distancia”.
Esto, que parece una anticipación del fax, no es ninguna predicción. Ni pretende serlo ya que, unas líneas antes, el narrador nos aclara que ese telégrafo había sido inventado en el siglo anterior (es decir, el XIX) por el profesor Giovanni Caselli, de Florencia. Y, efectivamente, existía en tiempos de Verne este telégrafo de Caselli, también llamado pantelégrafo.
Para enviar un documento por el pantelégrafo, primero se lo debía imprimir o copiar sobre una lámina metálica usando una tinta grasosa especial, no conductora de la electricidad. En el aparato transmisor, una aguja conectada a una línea telegráfica exploraba la superficie de este impreso mediante un movimiento en zigzag. Cuando la aguja tocaba el metal desnudo (es decir, no impreso) descargaba a tierra la electricidad. Cuando pasaba por la superficie impresa, la tinta aislante impedía la descarga y la electricidad pasaba a la línea telegráfica.
En la estación receptora había un dispositivo con otra aguja similar, sincronizada con la del transmisor. Esta segunda aguja recorría un papel impregnado en ferrocianuro de potasio, sustancia que cambia de color al ser sometido a una corriente eléctrica. Así el papel se oscurecía cuando la aguja del transmisor pasaba por la parte impresa, y conservaba su color original en correspondencia con las partes no impresas del documento.
El telégrafo de Caselli se usó en Francia durante la década de 1860 pero pronto fue abandonado. El hecho de tener que imprimir el documento en la lámina de metal lo hacía poco práctico. Además era muy difícil mantener el sincronismo entre transmisor y receptor y los facsímiles obtenidos muchas veces resultaban ilegibles.
Todavía se conserva un ejemplar del pantelégrafo en el Conservatorio de Artes y Oficios de París.