Ayer, a las 16, en el bar VIP daba miedo respirar de lo electrizado que estaba el aire. Colmado adentro y afuera, el local que explota comercialmente el padre de Lionel Messi y donde hace dos meses el jugador prometió "traer la Copa del Mundo" parecía el mejor lugar de Rosario para ver el momento en que ese sueño se hiciera realidad. Por eso el bar de Rioja y 1º de Mayo, con cinco grandes pantallas de tevé, funcionó como tribuna: en el partido crucial ante Alemania, la gente coreó el Himno, alentó a la selección, insultó al árbitro por el penal que no cobró, gritó el tanto anulado del Pipita Higuaín, se agarró la cabeza con cada jugada de gol, se entusiasmó de nuevo y volvió a sufrir. El final no fue distinto del que vivió el resto del país: algunos lo tragaron con lágrimas, otros creyeron en el poder reparador del aplauso para despedir a una selección nacional "que lo dio todo" y a la que hubo "muy poco que reprochar".
"La mayoría de los que vienen a ver los partidos acá lo hacen porque saben que este es el bar de los Messi", reconoció una de las empleadas del local, que ayer lucía profusamente decorado con iconografía mundialista: banderas y banderines celestes y blancos, un fixture de la Copa y grandes plóters sobre los ventanales con las figuras de La Pulga, afuera, y del mismo Leo, Higuaín y el Kun Agüero en el interior.
En el salón central había cuatro plasmas estratégicamente ubicados; en el ala VIP del local, instalaron otra pantalla grande frente a unas seis mesas. La transmisión también llegaba a las terrazas externas, con audio amplificado. Nadie tenía por qué perderse nada.
La ocupación de las mesas, colmadas de familias y amigos, arrancó temprano, en algunos casos al mediodía, como para tener mejores opciones de ubicación y no quedarse afuera de la previa en el VIP, por otro lado estratégicamente situado a pocos metros del Monumento. El epicentro indiscutido para los festejos.
Orgullo a la vista. Para la final Argentina-Alemania, casi todas las mesas lucieron los colores de la patria en indumentaria y decoración compradas para la ocasión: camisetas, gorros de toda laya, bufandas, galeras, pelucas, banderas y cornetas. El celeste y blanco brilló también en caras pintadas y hasta en uñas.
Segundos antes del partido todo el bar coreó a voz en cuello el primer tramo sin letra del Himno Nacional. Algunos, incluso, de pie. Después, el silbato inicial del referí italiano Nicola Rizzoli "clavó" a cada uno en su silla.
Y así fueron llegando, una a una, todas las alternativas del partido. Las mejores y las peores. Las que arrancaron agónicos "Uhhh", cuando la selección zafaba de jugadas de peligro, y las que obligaron a agarrarse la cabeza ante cada posibilidad frustrada de gol.
El penal no cobrado a favor de Argentina; las dos jugadas de Higuaín que casi inclinaron la balanza —un remate desviado frente al arco alemán y un gol anulado por posición adelantada— y otras pocas apuestas fuertes de Messi, Palacio y Agüero levantaron en vilo al bar, que "moría" por gritar un gol.
Hacia el segundo tiempo ya se había agolpado público en el exterior del bar para seguir las alternativas por las pantallas y sonaban cada tanto batucadas de aliento desde la cocina. Los nervios de todos iban in crescendo.
Cuando los 90 minutos finalmente llegaron sin un gol de ninguno de los dos bandos, estaba claro que se vendría otra media hora infartante. En el entretiempo corrieron cafés y hubo paréntesis para la charla y llevar a los chicos al baño.
Después nuevamente vino el sufrimiento. "Ponélo a (Angel) Di María", le gritaban algunos al técnico de la selección, Alejandro Sabella. "Hacé algo, Pulga, por Dió", pedía otro. Cada cual le rezaba a su santo o cruzaba dedos, mientras los primeros 15 pasaron sin novedad.
El resto es historia conocida: cuando a los 112 minutos del partido Mario Götze descontó finalmente para Alemania, el público del VIP pareció hacer lo que no hizo, para su orgullo, la propia selección: dar por perdida la copa.
Manos sobre la cabeza, bocas tapadas, caras de angustia fueron las imágenes de lo que ya se vivía como inevitable. Pero cuando realmente lo fue, cuando Rizzoli hizo sonar su silbato por última vez, el bar de Messi cumplió una ceremonia de gratitud y gentileza: aplaudió largo rato a la selección.
Y en unos pocos segundos, el VIP casi se vació. Quedaron José Ricardo y su familia, que no se cansaba de decir que "lo nuestro fue algo impresionante, no hay nada que reprocharles a los chicos porque lo dieron todo".
En la mesa de al lado, Dimas Ramírez, de 17 años, no paraba de llorar. Cuando La Capital lo quiso consolar, se sonó los mocos y dijo que igual se iría a festejar al Monumento.
—¿Porque jugaron bien?
—Porque soy argentino...
Un argumento que pinta sin mucha vuelta los sentimientos que despierta un Mundial.