Podría afirmarse que la suerte de una Nación es directamente proporcional a las
cualidades y las virtudes de su derecha política. Historias y destinos muy diferentes, el partido
de Churchill o la pandilla de Von Papen, se aúnan bajo un mismo nombre. Desde este punto de vista,
Italia, una vez agotada la etapa de la "derecha histórica", en el período de la unificación, nunca
ha sido demasiado afortunada. Después de Minghetti vinieron los Sonnino y los Salandra, y, por
último, la catástrofe del fascismo. Llegó más tarde la Democracia Cristiana (DC) y la derecha, con
pocas excepciones (más o menos encomiables), se refugió cómodamente allí. Pero aquel era un partido
de partidos, de ambiciones fuertes y "católicas" (universales); los espíritus animales que habían
sobrevivido a la descomposición del fascismo estaban en cierto modo como aprisionados en ella. La
DC no puede resumirse únicamente como un partido de derechas, pese a haberlo sido en buena medida.
Poseía cierto ethos (¡qué amargo resulta decirlo hoy!) que ocultaba y digería esos espíritus
malvados.
Con la decadencia de la DC, y de los demás partidos históricos de centroderecha
y centroizquierda, las rigideces ideológicas y los vínculos de la tradición saltan completamente
por los aires de un día para otro. Triunfan las tripas y con ellas los espíritus animales que
reafirman su fuerza. Los vicios y los pecados, la envidia, la rabia, la codicia, la vanidad, la
lujuria tienen como aliados la carne y la sangre, y las virtudes parecen exangües para hacerles
frente. De nuevo se sueña y se exige una revancha. Tanta ha sido la humillación que ha llegado la
hora de subyugar y prevaricar a cara descubierta. ¡Ya basta!, y se llama a la movilización.
Berlusconi es expresión de todo ello y de mucho más. Forman este "renacimiento" de la derecha
italiana cuatro fuerzas que se manifiestan, se coagulan y se ponen de acuerdo ante las cenizas
humeantes de la DC.
Tenemos a los posfascistas, una parte no desdeñable de la cultura política
italiana, especialmente en el Sur. Por fin han pagado "su tributo" y pueden dejar de avergonzarse
de su pasado. Así, a alguien con el apellido Mussolini le resulta posible ahora exhibirlo como una
bandera y construir sobre él una carrera política.
Tenemos también a los defensores de la "supremacía" septentrional, concentrados
en la región del Véneto, famélicos en otros tiempos y aldeanos enriquecidos ahora, que se miran el
ombligo y les parece hermosísimo. Una vez desaparecido el hambre que los impulsaba a emigrar, el
racismo que ha sobrevivido a las banderas rojas y blancas se realimenta de su propio éxito
económico. El egoísmo, residuo posmoderno del hambre atávica, se vuelve particular, regional: y
nace la utopía negativa de Padania.
Además está la Iglesia, o, mejor dicho, el catolicismo antimodernista. En los
años ochenta recobra nuevos bríos la idea, bastante antigua en realidad, de un catolicismo
populista, capaz de movilizar a las masas. La Iglesia se alía con la televisión, vuelve a mostrarse
carismática y la concurrencia a sus actos es multitudinaria. Este clima resulta favorable para el
catolicismo antiliberal italiano, que logró sobrevivir al Concilio Vaticano II, bien protegido
durante décadas por sectores de la DC. Ahora, esta corriente se manifiesta sin escrúpulos ni
complejos. Para ellos, "evangelizar" significa sentarse en las mesas donde se decide lo
fundamental. Lo importante es la "hegemonía", y esta se obtiene una vez más vinculando con una
"colocación" a una masa de nuevos clientes. Hasta puede llegar a sentarse con el diablo para
negociar si ello les permite sabotear la ley del aborto, impedir la legalización de las
convivencias de hecho, colgar crucifijos a voluntad en las instalaciones públicas, invalidar el
testamento biológico.
Y es en verdad el diablo, o mejor dicho el gran Líder, ese que la derecha lleva
50 años esperando, el que está en el candelero. Es más, se ha convertido en el amo, y domina sin
oposición la escena. Porque la escena es suya, literalmente de su propiedad. Las fantasías de los
italianos han sido alimentadas de televisión y esta es suya, en buena medida. Le fue dada por un
contrato de comodato, para que la administrara por cuenta de Craxi. Pero cuando este político tuvo
que huir a Hammamet, no quedó nadie al que rendir cuentas.
El trono y el altar, una vez más. Se puede ser, una vez más, putañeros, y buenos
católicos. Como en los viejos tiempos. Esa es la derecha italiana.
La mezcla es explosiva. Se suma y se agita la nostalgia fascista con los
fantasmas étnicos de la Liga, la obsesión por los culos (las velinas...) y por la virilidad del
Jefe con la defensa del embrión como "persona". Se aúnan el crucifijo en los colegios y la
pornografía de Villa Certosa, el culto a Padre Pío y los festines en el Palazzo Grazioli,
residencia romana de Berlusconi.
Hay para todos, tanto para la satisfacción del pequeño burgués como para la de
la plebe a la que ha sido degradado el orgulloso proletariado de una época gloriosa. Existe solo un
pequeño problema: hay leyes, jueces y esa maldita Constitución "soviética" de 1948. Una
antigualla.
Esta derecha, con todo, gana una y otra vez, si bien gracias al Cavaliere y a
sus televisiones (es decir, todas). Esta derecha sabe que el artífice de su resurrección es él y no
puede prescindir de su figura, que conserva en todo caso con entusiasmo y con provecho. Eso es lo
que mantiene unidos al posfascismo, al "etnicismo" egoísta y racista, al catolicismo antimodernista
y a un hipócrita laicismo de mera fachada, fundado en la exaltación anacrónica y acrítica de la
"sociedad abierta" (es decir, de la apertura, o más bien de la rendición a los privilegios de los
poderes fuertes y del capital sin control alguno). En este inverosímil y, sin embargo, eficaz
paradigma, Hayek y la "escuela austríaca" se dan la mano con Mussolini y el padre Giussani,
fundador de Comunión y Liberación. Esa imposible soldadura se produce en el Palazzo Grazioli
(significativamente situado justo al lado de Palazzo Venezia, la antigua residencia del Duce).
Y es en el Palazzo Grazioli donde está la "pasta", el "dinero de verdad", donde
está la pompa y la feria de las vanidades, y desde donde se controla la prensa y la televisión. Sin
los "esbirros" mediáticos de Pantaleón, sus aliados, las otras piezas de esta derecha, se verían
obligados a penar otra vez en busca de algún hueso que roer, y no es difícil prever que volverían a
pelearse. Es el cuerpo retocado y místico del Cavaliere el Santo Grial de esta derecha. Esta va
dónde va Él, y dado que Él va hacia su final, y al no soportarlo como algo que no casa con su
soberanía, intentará el todo por el todo, el "salto mortal", la última fiesta, la fiesta de la
noche de la República. En otras palabras, la reforma de la Constitución. Algo que está siendo
lúgubremente preparado por la ruptura de la convivencia civil que tan tenazmente persigue la Liga.
El movimiento de la Liga, con su carencia de empatía hacia lo ajeno y lo distinto, representa la
fase terminal del berlusconismo.
Ese hermoso país que es Italia va a ser demolido finalmente, y se saca brillo a
las cargas colocadas bajo los puentes de la solidaridad nacional. Se mata el placer de la
conversación con el vecino y el desconocido que tan característico es de nuestra condición de
italianos. Con ellos se cae en una auténtica descristianización del país; se cae en la
"cristofobia", pues ya no hay piedad para los "pobres infelices".
La Liga y Berlusconi nos transforman a todos en sargentos; la tropa son los demás, gentes de
piel oscura y de velo en la cabeza. Se les maltrata, se les humilla, se les expulsa. Pero con ellos
se expulsa y se humilla esa italianidad de la que tan orgullosos seguíamos estando, hecha de
sentido del humor (aunque las "camisas verdes" de la Liga hace tiempo que la han ofuscado), de
simpatía por el desgraciado, de un relato de nosotros mismos en el que destacaba, en posición
central, un episodio de inmigración y de miseria.
(*) Profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Catanzaro, Italia