Más allá del maravilloso mundo que habitan algunos funcionarios, pocos niegan a esta altura que la inflación es un factor de presión sobre la salud del programa económico y político de la posconvertibilidad.
Más allá del maravilloso mundo que habitan algunos funcionarios, pocos niegan a esta altura que la inflación es un factor de presión sobre la salud del programa económico y político de la posconvertibilidad.
En una primera etapa, luego de la crisis de 2001, los precios acompañaron la recuperación económica de los productores de bienes, enviando señales expansivas a agentes económicos que venían de la depresión y deflación de los 90. Desde 2007, la inflación pasó al nivel en el que cada oscilación pone en juego las variables más saludables del modelo, como el empleo, el salario, el poder de consumo y la reducción de los niveles de pobreza.
No es aventurado pensar que la alta inflación, combinada con el desenfrenado avance del impuesto a las ganancias sobre los trabajadores y la escandalosa provocación pública en la que se convirtió la negación de ese conflicto, hayan tenido bastante influencia en el pobre resultado obtenido por el oficialismo en las Paso de 2013.
La inflación es un fenómeno complejo, objeto de arduos debates teóricos, y de sospechosas recetas mágicas para combatirla. Pero también es la expresión de una puja distributiva, que se incentiva en la medida en que se despliega sobre sistemas políticos activos y dinámicos.
La escalada del tomate y la harina ponen de manifiesto en estos días esta problemática.
El sector frutihortícola es un caso de las Bolsas de Cereales cuando alertan a sus propios socios sobre la importancia de preservar los mercados institucionales. Estos requieren de información abierta y transparente que permita a todos los actores, sin distinción de tamaño y posición en la cadena, tomar decisiones que tengan que ver con los precios. El sistema comienza a erosionarse cuando un par de empresarios poderosos comienzan a pactar por fuera de ese circuito. El beneficio de un día se licúa en el largo plazo cuando desaparece el “precio común” y queda el que fija un puñado de empresas.
Los pequeños productores de frutas y verduras quedan en la mira cuando el tomate u otro producto se va por las nubes, y se condenan en silencio cuando tienen que tirar mercadería por falta de precios. En esa oscilación las rentabilidades pasan de mano y se concentran en la cadena de valor. Pero al mismo tiempo la cadena pierde densidad y se convierte en un enclave. Y así es presa fácil del avance de otros cultivos, como la soja, o de los desarrollos inmobiliarios el periurbano de las grandes ciudades.
El Estado tiene mucho para actuar en este contexto, desde fortalecer los mercados institucionales hasta regular el uso del suelo o crear corporaciones, del tipo de las antiguas juntas de granos, que permitan poner pisos y techos a los productos más sensibles, generando un horizonte de rentabilidad. La presión contra los cordones verdes de las ciudades somete a su población a las variaciones climáticas o económicas de regiones muy distantes. Simplemente, porque donde había quintas ahora hay soja, barrios privados o desarrollos propios de las “ciudades turísticas” que defienden los funcionarios provinciales y municipales contrarios a la recuperación del descanso dominical de los empleados de comercio.
En Brasil hay políticas activas de defensa de la agricultura familiar que incluyen cupos estatales para comprar alimentos a pequeños productores. En Argentina hay mucha y probada oferta de asistencia estatal en materia de tecnología y subsidios a este sector. Menos explorado está el camino para consolidar actores económicos de mercado, capaces de establecer compromisos de producción y precios.
En el caso del pan, la incidencia de la acción el Estado para defender a determinados eslabones de la cadena de valor en la disputa de ingresos, es clara y directa. El gobierno nacional comenzó a intervenir en los mercados agropecuarios como respuesta al desafío que le plantearon las entidades del sector cuando se resistieron a firmar los primeros acuerdos de precios.
La reacción oficial fue aleccionadora pero informal. No hubo un dispositivo racional de intervención estatal, sino un funcionario convencido de que podía administrar el negocio con los grupos más poderosos de cada cadena. Como el capital siempre se abre paso, rápidamente estos grupos le tomaron la mano. Y las estrategias de disputa de ingreso pasaron del mercado formal a la mesa de negociación armada por la Secretaría de Comercio.
Era inevitable en este esquema que los productores primarios, sobre todo los más pequeños, se convirtieran en el pato de la boda. El trigo es un ejemplo. El gobierno pisó el precio de la producción primaria para mejorar la renta de molineros y exportadores, a cambio de un compromiso genérico de mantener abastecido el mercado interno y moderar las alzas al consumidor, supuestamente en todo el país, en la práctica, en algunos lugares de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires.
Junto a factores climáticos, la decisión de los productores de reducir el área sembrada, luego de haberse encontrado durante varias cosechas sin mercado para vender su producción, provocaron escasez y dispararon los precios, lo cual alimentó la especulación entre los que tienen tanto el cereal como la harina. El resto es historia conocida.
La economía y la política son terrenos complejos y dinámicos, que imponen agendas que demandan estrategias firmes pero flexibles de intervención estatal. De una u otra forma, el mercado interviene en economía. La diferencia es el paradigma en cual se apoya esta acción. La inflación es un terreno en el que se juega esta diferencia. El empleo es otro. En Santa Fe, que decidió desagiar en los últimos tiempos la política intervención en el mercado laboral, esa presión se encripta en la capciosa alternativa de impugnar el derecho de los empleados al descanso dominical, en función de un etéreo compromiso empresarial con la generación de puestos de trabajo, sólo en domingo.