Algún día llegará el holocausto nuclear, desaparecerá la vida sobre la faz de la Tierra y Keith Richards seguirá vivo, quizá caminando la carretera del sur estadounidense y en busca del mar tal cual el personaje de la última novela de Cormac McCarthy. El hombre acaba de celebrar sus 65 jóvenes años —justo la edad de la jubilación— en medio de un 2008 por de más de tranquilo y sin ocupar las primeras páginas de la prensa amarilla británica con las noticias sobre sus adicciones o cayéndose de un cocotero como le pasó hace dos años en las islas Fiyi. En 2008 nada de esto ni de aquello. Salvo cuando aseguró que había esnifado las cenizas de su padre con "un poco de cocaína", cosa de dejar bien asentado su eterno espíritu rocker. Luego se retractó y aseguró que se las había fumado pero sin coca. Lo mismo, una oxidada chimenea que sigue aspirando todo lo que vuela en el viciado aire, hasta los huesos en polvo de su papá querido. A mitad de año una foto recorrió el mundo y todo el mundo creyó que se había mandado la gran Bob Dylan, cuando hizo un anuncio de lencería femenina. Pero Richards terminó cediendo sus honorarios a una entidad ambientalista. El viejo pirata sentado en la cama de un hotel con su guitarra en mano, la cara demacrada y el pelo revuelto, las arrugas marcan su piel como surcos de un camino de campo tras una semana de lluvia y transitado por enormes tractores. "Algunos viajes no pueden expresarse con palabras. Nueva York. 3 de la mañana", es el slogan que acompaña al póster. Una ironía. Tanto la frase como la foto, sobre todo porque se trata de Richards convertido en la imagen gráfica de la firma Louis Vuitton. Este año también, junto a un periodista, empezó a escribir sus memorias, las que piensa publicar en 2010. Y, se sabe, nada más improbable e increíble que la memoria de un rocker jonqui. Quizá el libro arranque con un Keith pequeño y sin arrugas escuchando junto a su madre los discos de Billy Holiday y Louis Armstrong.