Aun con las polémicas que siempre despiertan las estadísticas oficiales, las cifras del Indec sobre un aumento del 7,8% de la actividad económica en mayo convalidan las expectativas creadas respecto de un repunte en el segundo trimestre.

Aun con las polémicas que siempre despiertan las estadísticas oficiales, las cifras del Indec sobre un aumento del 7,8% de la actividad económica en mayo convalidan las expectativas creadas respecto de un repunte en el segundo trimestre.
La principal arma del gobierno nacional de cara a las elecciones llegó al rescate de un año complejo en materia económica. Su potencia, no obstante, está menguada por un escenario internacional más complejo, las expectativas políticas de los actores económicos, la inflación y los límites que encontró el progreso material de la clase trabajadora a partir del menor dinamismo en la creación de empleo y el nivel de ingresos reales.
Las tasas por encima del 7% suenan chinas pero no deben llamar a engaño. El año 2012 fue de estancamiento, por lo que ofrece una base comparación lo suficientemente baja como para dibujar crecimientos más impresionantes en los números que en la vida real. De hecho, el salto en la medición tiene un alto componente agropecuario.
El salto interanual de casi 10 millones de toneladas en la cosecha de soja es una de las palancas del crecimiento en el período. El propio ministro de Agricultura Norberto Yauhar, antes de describir cómo los pueblos originarios se llenaron de plata con la soja, batió el parche de la cosecha de granos de más de 100 millones de toneladas en el ciclo 2012/13.
Una vez más, las noticias amigables para el gobierno nacional vienen de la mano del sistema económico vinculado a la actividad agroindustrial, eje articulador del conflicto discursivo que el gobierno plantea en el plano político.
Otros vínculos. Extraña relación entre estos dos enemigos íntimos que no terminan de convertir su necesariedad en simpatía. Tan distinta a la relación entre el Estado nacional y el sector petrolero, una actividad que la semana pasada ratificó su característica de negocio de enclave, al convertirse en beneficiario de un régimen de promoción fiscal, de exportación, de administración de divisas y de arbitraje judicial totalmente diferenciado del que la doxa oficialista prescribe para el resto de las actividades.
No se trata de una competencia infantil entre actividades, ni de una opción por alternativas de desarrollo, pero poner en perspectiva el impacto, la sustentabilidad y el papel que juegan en la economía estos dos sectores vinculados a la explotación de recursos naturales puede ser útil a la hora de analizar políticas públicas.
A diferencia de la agroindustria, que creció (más o menos, según quien lo mida) en el marco de un permanente conflicto con el gobierno central durante los últimos años, la actividad petrolera y la política oficial caminaron en forma acompasada en el mismo período. En todo caso, los momentos de ruptura, como la pelea con Repsol, estuvieron menos vinculados a diferendos fundacionales que a la necesidad de superar etapas agotadas a medida que se agotaban los recursos.
Una actividad hiperconcentrada en un puñado de grandes jugadores alisa la cancha de negociación frente a una actividad como la agropecuaria, que involucra una compleja trama de relaciones económicos entre distintos sectores, con peso territorial y numerosos e intensos conflictos entre sí.
Es probable que esta diferencia en la diversidad económica, social y política de estos dos mundos tenga fuerte incidencia en la ruta a través de la cual se llegó a la situación actual. Una situación caracterizada por el aporte adicional que tendrá que hacer el agro para capturar las divisas a usar para achicar el creciente déficit provocado por la energía.
Mientras se ensayan las alquimias para aumentar la producción de petróleo y gas, la actividad agropecuaria deberá potenciar la tracción de agrodólares, claves para evitar la restricción externa que amenaza al modelo, y la provisión de alimentos al mercado interno, en un contexto que se avizora complejo por cambios en la dinámica productiva y de negocios.
Los problemas climáticos de la campaña 2011/12 no dejaron sólo una base de comparación baja en materia de comparaciones económicas. Fueron el puntapié de un ciclo de “desburbujización” del negocio agropecuario, que parece más que coyuntural. La desaceleración de los precios internacionales, el aumento de los costos, la retirada de los grandes inversores, las malezas resistentes que desafían el paquete tecnológico simple y barato de los 90, confluyen para erosionar la hiperliquidez que durante la posconvertibilidad convalidó exorbitantes rentas de doble piso, boom de consumo en agrociudades, megainversiones inmobiliarias y arrendamientos a precios y plazos insustentables.
Sintonía fina. Es probable que un agronegocio más finito lleve el mapa del sector a un dibujo más parecido al de algunos momentos de los 90, con una mayor competencia y conflictos entre sus actores, una mayor presión de selección y una menor liquidez para derramar a otros rubros económicos. Como ocurrió con el trigo, la necesidad impone cambios en la política oficial, que no pasan para nada por el camino de ceder a extorsiones o convalidar a las representaciones sectoriales como iguales políticos. Se emparenta, quizás, más con la intervención de sintonía fina, que a la vez que remueva ciertas normas instaladas en los últimos años para transferir renta entre distintos sectores de la cadena, identifique actores económicos y sociales dentro del agro que asuman un compromiso político con el programa económico construido como contramodelo de los 90.
La posibilidad de renovar pactos e identificar nuevos sujetos de alianzas se abre con la necesidad de refundar el ciclo económico de la posconvertibilidad. Un paradigma que ya no está en disputa en el mundo de las corporaciones empresarias, donde en cambio sí se discute su dirección futura y su conducción política. “La gran Massa”, en clave de entidades sectoriales.


