A pesar de que con la eliminación de la tablita de Machinea, a partir de enero
de 2009, los contribuyentes individuales del impuesto a las ganancias tendrán una menor carga
fiscal, la modificación debería ser sólo como el comienzo de otros cambios más profundos en el área
tributaria. Si bien esta decisión podría considerarse como un hecho aislado, de carácter político
por tratarse de un gesto para congraciarse con trabajadores de clase media, no es poca cosa que
haya comenzado a sincerarse el verdadero sentido de un impuesto a la renta, donde el fruto del
trabajo se considera ganancia y abandonar el concepto minimalista de su criterio recaudatorio.
Como están las cosas hoy, será imprescindible desactivar la creencia de que el
pago de este impuesto por parte de sectores de ingresos medios o bajos contribuye a la distribución
de la riqueza. El aumento del consumo producto de la mayor disponibilidad de fondos por parte de
los trabajadores, es lo que la favorece realmente, y prueba de ello es que el Estado ha
implementado un régimen de incentivos para la adquisición de bienes basados justamente en el efecto
multiplicador del consumo.
No obstante, en la realidad tributaria de la Argentina, subyacen algunos temas
que merecen mucho más que medidas correctivas.
El fantasma de la inflación
Un ejemplo de ello es la falta de regulación de los efectos de la inflación y la
sobrecarga que se generó por el período fiscal 2002 por no haber podido computar el ajuste por
inflación impositivo para aquel ejercicio. Ese año el enorme descalabro económico llevó la
cotización monetaria inicial de un peso igual a un dólar, a un valor de $3,27 a fin de año, es
decir un aumento extraordinaria superior al 300%, lo que en términos empresarios significó también
una ganancia similar, especialmente para valuar existencias al cierre del ejercicio, lo que produjo
una ganancia impositiva excepcional, aunque sólo fue consecuencia de la tenencia de bienes.
Caso testigo
Quizás con una simple demostración podamos hacer que esa situación resulte
fácilmente entendible. Tomemos para el caso un productor agropecuario que al comenzar el año 2002
tenía 100 novillos a $370 cada uno, es decir una existencia inicial de $37.000. Durante todo el
período, no compró, no vendió ni tuvo mortandad, con lo que llegó a diciembre de ese año, con las
mismas 100 cabezas, pero a un valor de plaza muy superior de $970 por animal, o sea un valor de
existencias finales de $97.000. El criterio de valuación le propinó una ganancia sujeta a impuesto
de $60.000 lo que le significaron $21.000 de impuesto, equivalente a 22 cabezas, que para poder
pagarlo debió venderlas. Es decir que para cancelar el impuesto debió liquidar el 22% de su
capital.
El Estado no aceptó la aplicación del mecanismo previsto en el título VI de la
ley del impuesto que permitía compensar utilidades inflacionarias, con una corrección en el método
de determinación del resultado impositivo. Lo cierto es que si bien ese título VI se encuentra
intacto dentro del cuerpo legal del impuesto, no tiene aplicación porque la ley 24.073 prohibía
todo tipo de actualizaciones. A esta altura es bueno recordar que su sanción se produjo en los
tiempos de la convertibilidad, que durante 10 años mantuvo anclado el valor del peso argentino.
Pero lo notable es que esta última norma caducó en enero de 2002 cuando el país
entró en default, y si bien la ley de emergencia económica eliminó la paridad cambiaria desatando
inflación, el Ejecutivo mantuvo inexplicablemente la prohibición de realizar actualizaciones para
la determinación de los resultados fiscales, no sólo por los términos de aquella ley 24.073, sino
también por la propia ley de emergencia que impedía todo tipo de ajuste y repotenciación de
deudas.
Durante todos estos años quedó la sensación de que los pronunciamientos
judiciales, lentamente estarían dándole la razón a los contribuyentes afectados y es muy probable
que pronto puedan expedirse a su favor, máxime cuando el último 31 de diciembre venció el plazo
para poder accionar para reclamar el impuesto pagado en exceso por el año 2002, a través de un
recurso de repetición ante la Administración Federal de Ingresos Públicos (Afip).
Es evidente que en materia fiscal siempre se transita por el sendero sinuoso de
la arbitrariedad y la inflación fue y será un factor desequilibrante en cuanto al pago de los
impuestos, pero la balanza no es ecuánime, porque para otros tributos como el caso de bienes
personales, las sociedades se vieron obligadas a liquidar el impuesto como responsables sustitutos
de sus titulares, calculándolo sobre el patrimonio neto ajustado por inflación.
Si ahora se permitiera la utilización del aludido título VI, sus efectos
quedarían desvirtuados por cuanto los índices publicados están muy lejos de los que surgen de la
realidad económico-social, es decir la inflación de bolsillo. Pero quedan por resolverse muchos
otros temas, como por ejemplo la corrección de mecanismos y parámetros desactualizados por el
transcurso del tiempo y la evolución de los precios, y así como se ha llegado a la conclusión de
que la inflación real existe, y que por ello se han ajustado remuneraciones conforme a variaciones
reales, también se corrigieron valores referidos al propio impuesto como fueron los aumentos de
mínimos y deducciones. La eliminación de la tablita es otra muestra de eso.
En ese esquema deberían adecuarse a la realidad los mínimos y deducciones por
familiares a cargo porque datan de convertibilidad, analizar la reducción del impuesto cuando las
utilidades sean reinvertidas o no distribuidas, porque así se despejaría el fantasma de tener que
tributar sobre ganancias que no son tales, lo que favorecería el reequipamiento y la
autofinanciación.
Menos complejidad
Pero no es ese el panorama que todos esperamos. Lo que deseamos es una nueva
relación Estado/contribuyente, donde desaparezca la complejidad, que las normas sean de fácil
interpretación, porque desde que se creó el impuesto a los réditos en 1932, y su transformación en
impuesto a las ganancias en 1973, hubieron interminables modificaciones, interpretaciones
jurisprudenciales, adecuaciones y un sinnúmero de reglamentaciones que profundizaron la confusión.
Alguna vez alguien deberá dar el puntapié inicial para una nueva normativa fiscal sobre la renta o
los ingresos.
No es posible que para que analizar conceptos tributarios tenga que recurrirse a
múltiples normas y disposiciones. Bajo estas premisas es fácil caer en el error de interpretación,
en la aplicación de las normas y no del producto de la mala fe, y no es difícil quedar atrapado por
los antiguos parámetros utilizados para medir delitos tributarios, porque cuando el ajuste supere
$1.000.000 por año fiscal y por impuesto, el error se considerará evasión agravada punible
gravemente por ley. Dos problemas serios: normas complejas y vetustas, y sanciones absurdas.
(*) Asesor impositivo