En Roma, para ver una Vespa, hay que conformarse con la que cabalga Gregory Peck con Audrey Hepburn a la grupa en los afiches coloreados que venden los paquistaníes por los alrededores de la Fontana di Trevi o del Coliseo, testigos también de un país que se desmorona. La Italia que estos días mira con preocupación la fuga de la Fiat −no existe una metáfora más dolorosa de la caída del imperio industrial italiano− decidió hace tiempo que los motorinos japoneses, de ruedas más grandes y precios más bajos, resultan más fiables a la hora de enfrentarse cada día a la locura del tráfico. Por eso, sumergido hasta el cuello en la riada de la globalización, Donato Costa, de 59 años, prejubilado, padre de un joven licenciado en paro y tío de una ingeniera que tuvo que emigrar a Alemania, asegura que la marcha de la Fiat no es un problema de sentimientos ni de patriotismos heridos. "A mí", dice mientras espera un tren retrasado por el temporal en la estación de Termini, "no me importa demasiado que la nueva sede esté en Holanda, pague los impuestos en Inglaterra o cotice en Nueva York. Lo que de verdad me preocupa es que, para mantener las plantas que aún les quedan aquí, nos obliguen a cobrar como polacos".