Cómo duele ese mensaje que ha quedado grabado en el contestador: "Hola Chelo, habla el Rengo…". Por estos días no hay otro rengo en Rosario y no habrá ninguno igual y esperamos que donde esté haya muchos bares y no le hagan problemas para estacionar la silla. Si San Pedro tiene algo de Sampedro (Ramón, de la película "Mar adentro"), ya debe estar como el Negro Fontanarrosa aquel día de febrero de 2007, asombrado, incrédulo, preguntando: "¿Este pibe está siempre contento así…?", cuando le grabó unos poemas para el disco Alquímica. El infierno más temido suele ser preguntarse qué haremos el día de la ausencia de los seres omnipresentes. Recuerdo algunos balbuceos entre amigos donde ni siquiera podíamos imaginarlo, y como nunca, en su velatorio, vimos llorar tanto a tantos chicos malos. Y chicas lindas.
Alguna vez, desde esta misma página lo habíamos comparado con Stephen Hawking, con sus 280 puntos de coeficiente intelectual, un cuadripléjico Einstein (jamás le diría rengo), de la segunda mitad del siglo XX, con sus descubrimientos sobre el Big Bang y los agujeros negros. Pero Hawking nació en Inglaterra, de un padre que ya era célebre biólogo de Cambridge y vivió siempre en el corazón del imperio, entre Oxford y Harvard y recién contrajo la enfermedad de Lou Gherig a los veinte años, y lo que sí es seguro, como decía Onetti, "que si Beethoven hubiera nacido en el Uruguay, a lo máximo que hubiera llegado, era a dirigir la banda municipal de Tacuarembó".
Fabricio Simeoni había nacido en Rosario hacía 39 años y murió (lo literal siempre es insultante) el 14 de octubre pasado. Desde el año y medio de vida se le diagnosticó atrofia espinal progresiva y su viejo era chofer de una empresa de servicios y en el 2000 se quedó sin laburo. Como Renato (el padre) tenía un empleo de mil ochocientos mangos al mes, en el 2005 la Ansés y la ley dijeron que Fabricio no tenía derecho a un subsidio, porque no era indigente. Tenía una silla de ruedas de caño, a tracción a sangre, aunque él sólo podía mover los ojos y la boca. Dictaba sus poemas a cualquier amigo que quisiera tipiarle en una Pentium 133 que merecería ser tragada por uno de los agujeros negros de Hawking. Tampoco tenía un amigo millonario como Robin Williams que pudiera pagarle esas terapias globales de millón y medio. Una vez al mes tenía que ir en persona al Iapos para "firmar" que no se estaba curando.
Al igual que Ramón Sampedro, Fabricio sólo tenía el lenguaje literario, que sumado a su parálisis casi total, lo convertía en el colmo del gatocordero (expresión de Kafka), de la extrañeza y la resiliencia, del coraje, la dignidad y la dicha de vivir en un mundo tan ajeno y hostil. Fabricio tenía 280 puntos de coeficiente vital y sensible. Era una de las personas más alegres, lúcidas y emprendedoras que conocimos los artistas de Rosario. Para nosotros era (es) una musa, un hálito inquieto y provocador, un Miles Davis rubio, un Andy Warhol barrial, la versión masculina y beatnik de una Pizarnik posmo. Tenía 280 puntos de surrealismo y ganas de vivir. Hizo su carrera completa de periodismo, dejó 14 libros de poesía y narrativa, colaboraciones en toda clase de diarios, revistas, performances y eventos. Era docente en talleres literarios públicos y privados, los dictaba incluso en dos cárceles de la ciudad, la U3 y el Irar. Cualquiera que lo conoció sabe que bastaba conversar con él dos minutos, para empezar a dudar acerca de quién es el que ve, quién es el que anda, quién es el que sabe.
Hace pocos años no existían remises para discapacitados y el utilitario de Renato (bastante derrengado) no podía gozar de una exención de patente automotor, y el trámite de importación de autos para discapacitados era tan diabólico, que solo podía sortearlo aquella diva del Mercedes Benz oculto bajo los fardos de alfalfa de los caballos de polo, o el galán de moda debajo del secreto de sus ojos. Siempre hay gente que prefiere ver en películas cómo los discapacitados pueden escribir con el pie o se suicidan con todo derecho. Siempre es más fácil dar un discurso que compartir el sándwich. Fabricio le llevaba una vida de dicha y de poesía a Ramón Sampedro, y considerando que nació en esta parte del mundo, no está nada lejos de los méritos de Hawking. Era fácil reconocer en sus textos que no hay diferencia entre el milagro de un verso bien escrito y el Big Bang con el que comenzó el mundo.
Como sociedad hemos mejorado bastante, hoy hay remises para discapacitados, trámites un poco más humanos y Fabricio fue reconocido como artista distinguido de Rosario (2005) y de Santa Fe (2006) y ganó el Premio Municipal de Poesía. Para muchos rosarinos, Simeoni es símbolo inequívoco de que el arte es una de las máximas expresiones de conciencia, dicha y progreso. Por eso avanzamos con la idea de que ese símbolo se materialice, se objetive y sea visto por otros. Nos parece necesario que una callecita (donde las últimas veces iba en ambulancia), íntimamente ligada al arte, la bohemia y la noche, lleve su nombre, porque así se construye la memoria, recordando a los mejores hombres con hechos tangibles.
Por último, a pedido de la familia de Fabricio, Clarita, Renato, Pipu y Lucas, hago llegar el eterno agradecimiento de ellos a las personas de toda índole, que siempre fueron muy generosas y amables con él, para no olvidar nunca que la silla de ruedas es sólo lo visible y en el "mar adentro", las olas nos pegan a todos en la misma costilla.