El período que va de 2004 a 2012 estuvo marcado de manera decisiva por la crisis financiera mundial desencadenada entre 2007 y 2008, todavía vigente. Muchas de estas crónicas la tienen como protagonista. Intento, una y otra vez, comprender el nuevo rol que desempeñaron los bancos centrales para evitar la debacle de la economía mundial, o analizar las diferencias y las similitudes entre la crisis irlandesa y la griega. También me ocupo de temas clásicamente franceses, pero que siguen siendo claves para nuestro futuro común: la justicia fiscal, la reforma del sistema previsional o el porvenir de las universidades.
Desde principios de la década de 1980 una nueva ola de desregulación financiera y de fe desmedida en la autodisciplina de los mercados se expande en el mundo. El recuerdo de la depresión de los años treinta y de los cataclismos que le siguieron se diluyó.
El movimiento de desregulación comenzó entre 1979 y 1980 en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde cada vez se toleraba menos que Japón, Alemania y Francia los hubiesen alcanzado (e incluso superado, en el caso del Reino Unido).
Aprovechando este descontento, Reagan y Thatcher explicaron que el Estado era el problema y no la solución.
Propusieron salir de ese Estado benefactor que había adormecido a los empresarios anglosajones y volver a un capitalismo puro, como el que imperaba antes de la Primera Guerra Mundial.
El proceso se aceleró y se extendió por toda Europa continental a partir de 1990-1991. La caída de la Unión Soviética dejó al capitalismo sin rival y abrió una fase en la que se creía en el “fin de la historia” y en un “nuevo crecimiento” que se apoyaba en una perpetua euforia bursátil.
El hecho es que, en el período histórico actual, en los países ricos los patrimonios prosperan mientras que la producción y los ingresos crecen a ritmos menguados.
Durante la Edad de Oro del capitalismo se tenía la idea equivocada de que habíamos pasado a otra etapa, a una suerte de capitalismo sin capital. No se trataba, en realidad, más que de una fase transitoria: un capitalismo de reconstrucción.
En el largo plazo, sólo puede existir el capitalismo patrimonial. De cualquier modo, la desregulación iniciada en las décadas de 1980 y 1990 creó una dificultad suplementaria: hizo que en este comienzo de siglo XXI el sistema financiero y el capitalismo patrimonial se volvieran particularmente frágiles, volátiles e imprevisibles.
Europa fragmentada.En términos más generales, la fragmentación política que padece actualmente Europa y su incapacidad para unirse fragilizan especialmente a nuestro continente frente a la inestabilidad y la opacidad del sistema financiero.
Es evidente que el Estado-nación europeo del siglo XIX ya no tiene el peso necesario para imponer reglas fiscales y prudenciales apropiadas a las instituciones financieras y a los mercados globalizados.
Europa sufre además una dificultad extra. Su moneda, el euro, y su banco central, el Banco Central Europeo (BCE), fueron concebidos a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa (los billetes en euros entraron en circulación en enero de 2002, pero el Tratado de Maastricht fue ratificado por referéndum en septiembre de 1992).
Era un momento en el que se imaginaba que los bancos centrales tenían como única función mirar pasar el tren, es decir, garantizar que la inflación permaneciera baja y que la masa monetaria aumentase grosso modo al mismo ritmo que la actividad económica.
Así, se llegó a crear, por primera vez en la historia, una moneda sin Estado y un banco central sin gobierno.
En el camino, se olvidó que en el momento de crisis económicas y financieras profundas los bancos centrales constituyen una herramienta indispensable para estabilizar los mercados financieros y evitar tanto las quiebras en cadena como la depresión económica generalizada.
Esta rehabilitación del rol de los bancos centrales es la gran lección de la crisis financiera de estos últimos años.
Si los dos bancos centrales más grandes del mundo, la Reserva Federal estadounidense y el BCE, no hubieran impreso cantidades considerables de billetes (muchas docenas de puntos del PBI de cada uno en 2008 y 2009) para prestarlos a una tasa baja (0%, -1%) a los bancos privados, es probable que la depresión hubiera alcanzado dimensiones comparables con la de los años treinta, con tasas de desempleo mayores al 20%.
Felizmente, tanto la Fed como el BCE supieron evitar lo peor y no reprodujeron los errores “liquidacionistas” de los años treinta, época en la que se dejó caer a los bancos uno tras otro.
El poder infinito de creación monetaria que tienen los bancos centrales debe estar sujeto a controles estrictos.
Pero, ante crisis profundas, sería suicida no utilizar una herramienta de este tipo y su rol de prestamista de último recurso absoluto.
Lamentablemente, si bien este pragmatismo monetario permitió evitar lo peor en 2008 y 2009 y apagar el incendio de manera provisoria, condujo también a no preguntarse lo suficiente por los motivos estructurales del desastre.
La supervisión financiera progresó tímidamente desde 2008 y pretendió ignorar los orígenes de la crisis vinculados a la desigualdad: el estancamiento de los ingresos de las clases populares y medias y el aumento de la desigualdad, en particular en un país como los Estados Unidos (donde el 1% de los más ricos absorbió cerca del 60% del crecimiento entre 1997 y 2007), contribuyeron de manera evidente a la explosión del endeudamiento privado.
Conclusiones. En realidad, el problema específico que debemos afrontar, y la explicación principal de nuestras dificultades, es, lisa y llanamente, que la zona euro y el BCE fueron mal concebidos desde el comienzo y, por lo tanto, resulta difícil refundar las reglas en plena crisis. El error fundamental ha sido imaginar que se podía tener una moneda sin Estado, un banco central sin gobierno y una política monetaria común sin política presupuestaria común.
Una moneda común sin deuda común no puede funcionar. En rigor, puede funcionar en tiempos de calma pero, a largo plazo, nos lleva a una explosión.
¿Qué hacer? Para poner fin a la especulación sobre las 17 tasas de interés de la zona euro, la única solución durable es mutualizar nuestra deuda, crear una deuda común (los “eurobonos”).
Es también la única reforma estructural que permitirá al Banco Central Europeo desempeñar plenamente su rol de prestamista de último recurso. Pues bien, para tener una deuda común, es necesario crear una autoridad política federal fuerte y legítima.
No se pueden crear eurobonos para dejar que cada gobierno nacional decida cuánto emitir de deuda común.
Y esta autoridad política federal no puede ser el Consejo de Jefes de Estado o el Consejo de Ministros de Finanzas. La solución más simple sería asignar finalmente un verdadero poder presupuestario al Parlamento Europeo.
Sin embargo, el problema es que este último comprende a los 27 países de la Unión Europea, es decir, mucho más que la mera zona euro. Otra solución consistiría en crear una suerte de “Senado Presupuestario Europeo” para el bloque.
Este reuniría a los diputados de las comisiones de finanzas y de asuntos sociales de los Parlamentos nacionales de los países que desearan mutualizar su deuda.