Evo hace huelga de hambre. Mastica coca y toma té para mantenerse mientras dure el ayuno en el Palacio Quemado. El presidente de Bolivia se comporta de manera más afín a su otro cargo: el de líder formal de los cocaleros del Chapare. Una doble excepcionalidad, la de un presidente que hace huelga de hambre y a la vez continúa al frente de un sindicato que tiene por actividad un cultivo ilegal, del que se refina la cocaína. Entretanto, Evo es aplaudido con entusiasmo por el crepuscular Fidel desde una de sus inefables "reflexiones", que a estas alturas no se sabe bien quién las escribe. El folklore revolucionario latinoamericano se repite así una y otra vez en el vacío, como un mecanismo roto que funciona sin sentido. En medio de la peor crisis del capitalismo desde los años 30 (al menos así dicen los historiadores económicos), la izquierda regional no encuentra nada mejor que proponer a Evo y Chávez, apoyados desde el borde del más allá por la figura de Fidel. No se quiere ver en estos liderazgos lo que son, un fenómeno, un síntoma, y se los toma en cambio como modelos superadores. El caso de Evo es emblemático: el hombre es auténtico, un individuo íntegro ajeno a la política tradicional. Pero no es la solución para Bolivia, sí el síntoma de su compleja situación de subdesarrollo, que él ahonda con gestos como el que lleva adelante y la nueva Constitución que impuso al país. Esta da a los votantes indígenas un voto calificado, al cotizar el doble que el de los ciudadanos comunes. Y bajo su mandato ha proliferado en Bolivia la mal llamada "justicia comunitaria", un simple expediente para el linchamiento de quien es sospechado de algún delito por la comunidad local, sin proceso ni pruebas. La anunciada apertura de universidades indígenas podría verse como un avance, pero hay derecho a sospechar que se hará con el mismo sesgo integrista de las otras reformas.