Me sumo al debate público dado a partir de la "Carta Abierta" que más de sesenta sobrevivientes del Servicio de Informaciones de la Jefatura de Policía de Rosario enviaran a la Secretaría de Derechos Humanos de Nación, relativa a la causa Díaz Bessone. Allí cuestionan la modificación de la posición de la secretaría al desistir de la imputación, que oportunamente y en forma bien fundada, formulara en la requisitoria de elevación a juicio a los procesados Chomicki y Folch, dos de los cinco colaboradores que habiendo compartido un pasado de militancia, terminaron formando parte de la patota represiva.
Estas imputaciones, sostenidas por distintos actores del juicio, hallan razón en las declaraciones de los sobrevivientes, que con sus testimonios de lo vivido allí se convierten en la prueba viva de lo sucedido, develando al conjunto social una aproximación a la verdad histórica sobre ese centro detenciones clandestinas, tortura y desaparición de personas.
Estos juicios orales se dan gracias a la batalla política y cultural dada por más de treinta años por las organizaciones de derechos humanos y la sociedad argentina, y por la decisión del gobierno nacional de dar lugar a ello, pero no serían posibles sin la voz de los sobrevivientes. Tan valiosos testimonios se han dado bajo la presión no sólo de lo que significa el relato de los hechos en sí, como causa eficiente de la actualización de angustias asociadas a las experiencias traumáticas, sino que además se producen ante la presencia de sus propios torturadores. Pero lo que es aún más grave si pensamos que lo que se actualiza es del orden del terror, es que de los seis verdugos imputados, cinco están en libertad por decisión tanto de la Cámara de Casación como del Tribunal Oral 2, a pesar de la jurisprudencia dictada por la Corte Suprema de Justicia.
No hay autoridad mayor para tener un concepto sobre este centro de detenciones clandestinas que la surgida a lo largo de las audiencias en la voz de unos 150 sobrevivientes, testigos que han vivido la experiencia en carne propia en el Servicio de Informaciones de la Policía Provincial de Rosario y que llevan más de treinta años de reflexiones sobre lo acontecido en ese sitio de horror, por donde han pasado más de dos mil personas, de las cuales más de cuatrocientas se encuentran aún desaparecidas.
Desde diciembre del 83, los sobrevivientes han manifestado una y otra vez los pocos nombres de aquéllos que habiendo compartido un pasado de militancia, devinieron miembros del aparato represivo. Siendo la Justicia quien debe echar luz sobre estos hechos, el sinceramiento de alguno de estos colaboradores durante este juicio hubiera sido de una valía insustituible, ya que son depositarios de una información que han callado durante décadas, y que podrían haber volcado en esta instancia aportando a la verdad de lo acontecido con el destino de muchos que por allí transcurrieron. Pero estos civiles colaboradores denunciados una y otra vez por todos los sobrevivientes, frente a esta posibilidad histórica, eligieron respetar su pacto de silencio con la barbarie. Lo que implica, entre otras cosas, seguir ocultando información sobre el destino de cientos de desaparecidos. En el caso particular de Chomicki, el único de esos cinco civiles colaboradores que está esperando sentencia en el juicio oral, han cobrado difusión en medios locales las incongruencias que presenta en sus propias declaraciones, lo que, sumado a la masa de testimonios de las víctimas, arrojan dudas no sólo acerca de la fecha de su pretendida detención, sino acerca de la existencia misma de tal detención y de su pretendida condición de víctima.
Es éste el lugar y el momento en donde sus palabras podrían haber cobrado una dimensión ajustada a lo vivido por ellos en su particular relato de la historia y es función de la Justicia fallar en consideración a las verdades expuestas y establecer así las responsabilidades de los distintos imputados.
Desestimar esas imputaciones, no ser consecuente con la búsqueda de los aún prófugos de esta causa, genera un cono de sombra sobre lo que debe ser dicho para iluminar al conjunto social lo acontecido en ese sitio de exterminio y que hoy por fin se juzga, dando lugar a nichos donde cierta "obediencia debida" parece querer hacerse un lugar dentro de la particularidad de este centro de detenciones clandestinas, generando una suerte de inimputabilidad para ciertos crímenes según su agente. Una especie de "no ha lugar", que Althusser, en su particular tragedia, reclamando llevar su voz como imputado, nombrara de "lápida sepulcral del silencio".
Lejos de significar un "aplastamiento del problema de la lógica concentracionaria, dar lugar a estas voces en este juicio oral es introducir en el debate crucial de su sustanciación histórica, la intimidad de sus contradicciones, acercarnos a la verdadera trama de su horror y que la Justicia pueda cumplir más eficazmente su rol en esta construcción colectiva de memoria.
Erigirse en quien sabe lo que "esta sociedad debe y quiere enjuiciar" y sostener la "lógica concentracionaria" como una verdad universal ya dada, como argumentos para no acusar a los civiles colaboradores, plantea dos conceptos que nos alejan de la construcción de los procesos de verdad en el marco de las luchas histórico-sociales con sus contradicciones. Pero más aún: usar esos argumentos para no escuchar, o peor aún, para desestimar lo que ha sido dicho por los sobrevivientes en esta causa, tiene el efecto siniestro de tratarlos como si estuvieran aún desaparecidos, desaparecerlos nuevamente en el presente y hablar por ellos de lo allí acontecido.
La valiente voz de los sobrevivientes del Servicio de Informaciones de la Policía de Rosario nos exige un esfuerzo de lectura despojado de prejuicios estereotipados, de manual, que obturan una escucha que pueda "darle lugar a lo que no tiene lugar", sacándolo de la "encerrona trágica", que nuestro querido maestro Fernando Ulloa nos enseñara a cuestionar en los repliegues mortificantes del "malestar hecho cultura".
Ya que la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación ha desoído a las víctimas de este juicio, sería de un enorme valor que el Ministerio Público Fiscal, en su alegato diera lugar a esta verdad de los hechos, expuesta reiteradamente en innumerables testimonios, valorándolos en su justa dimensión. Y aunque esto cuestione nuestras verdades constituidas, no ver en ello una amenaza, que es como suelen leerse paranoicamente las disidencias desde los lugares de gestión de poder, sino más bien encontrar allí la intención de traernos a la luz los recuerdos desde el lugar más negro de nuestra historia y colectivizarlos para construir sobre la base de esa memoria viva, una sociedad mejor.
(*) Coordinador de Salud del Programa de Acompañamiento a Testigos y Querellantes en los juicios contra el terrorismo de Estado.