Primero en la vida es la esperanza, el sueño del hombre despierto. La generación, con ingenua intención inicial, de buenas expectativas que den esperanza y no urgencias, que provocan ansiedad sin esperanza. Aunque movilice a continuación, a la inquietud de su búsqueda. ¿Y esperanza y búsqueda de qué? De la felicidad, puede decirse en términos generales. Recién mucho más tarde, con la pérdida de la ilusión, se suele acceder a una desesperanza, acaso más serena.
Esperanza, desesperación por concretarla, desesperanza. Tal, el ritmo de la vida. Natural es que en el curso de ésta, en el estado de ánimo se dé primero lo que se desea, como alcanzable; le siga, una alteración ansiosa por conseguirlo… en tanto muchos proyectos se irán desvaneciendo… si hasta al cumplimiento de cualquiera de ellos le sucede con frecuencia el gusto amargo de la invasión de la realidad… si todos llegamos a abandonar, como ilusiones, nuestras esperanzas juveniles puestas en el prójimo, confiesa Freud en su vejez.
Pero preocupa que hoy, ya desde joven, nada se espere de la vida ni de los demás.
Desde una perspectiva psicológica señala este autor hasta una antítesis entre cultura social y los instintos primordiales del hombre: la sexualidad y la agresividad. Es que la primera, al extender los vínculos de la familia a la comunidad más amplia, proscribe la sexualidad infantil (para con ello facilitar restricciones posteriores en la vida adulta), la reduce a genitalidad (calificando de perversión toda otra manifestación) y a heterosexualidad (restringida a su vez ésta, a monogámica e indisoluble en principio).
A lo que se añade el precepto religioso “amarás al prójimo como a ti mismo” y más aún, “amarás a tus enemigos”, de difícil cumplimiento: ¿por qué deberé hacerlo? ¿Es siquiera posible que lo haga? ¿No debiera éste, al menos merecerlo?... Es que esta exigencia extrema –explica– probaría la fuerza del instinto primitivo que procura contener.
De ahí los preceptos de la ética y las normas del Derecho, opuestos a una libertad sexual sin límites y a la fuerza bruta. Pero ni las reglas ni tampoco la racionalidad de los intereses han logrado –confiesa– suprimir las pasiones instintivas de la sexualidad y de la agresividad.
Tendencias que, no pudiendo ser satisfechas por completo, no permitirían al hombre una felicidad plena, ni en la vida social ni en la integración cultural, concluye. Tendencias que,ni la difusión del cristianismo con su doctrina del amor ni la supresión de la propiedad privada (que algunos proponen para la ajena), habrían logrado eliminar.
Pero no es justo condenar a nuestra cultura occidental de mutilación alguna. Que la antedicha interpretación no nos haga olvidar sus logros. Ella, por sublimación de los instintos –que no implica que los elimine– nos ha investido y diferenciado del primate desnudo. Desde los tiempos de los altos dioses de Grecia, cuando el velo encantado de la poesía aún envolvía graciosamente a la verdad, como dice bellamente Schiller, hasta el presente, al que no tenemos por qué reducir a consumo de masas y utilitarismo.
Y fortalezcamos de paso, un importantísimo aspecto de ella: el normativo. Que nos enseña que lo decisivo es antes la conciencia del deber que la invocación de derechos y la defensa de privilegios; así como, en posición correlativa, lo que cuenta es el buen funcionamiento institucional, en lugar del recurso a términos grandilocuentes como Democracia o República.
Cultura normativa que no es sólo Derecho positivo sino que implica una Ética social y alcanza a las moralidades individuales.
Es que no es sólo lo que vive el hombre sino lo que aprende de ello; no es sólo su vivencia sino su convivencia; todo lo cual constituye experiencia, tanto social como personal. Saber que se deriva de la memoria de las vivencias pasadas, expresado y conservado en el acto y en el signo. Experiencia también colectiva, no porque sea la memoria de un organismo social que nos englobe, sino porque es configuración de una realidad compartida, que vale como símbolo común.
Es así como se estructura el comportamiento en un campo social y como se prolongan los contenidos de conciencia en las formas culturales. Y un aspecto de tal ordenamiento es el normativo, que predetermina modelos de conducta asociadas a situaciones típicas, que la sociedad espera o exige. Normativo no sólo por lo que se espera de tales modelos, sino porque existe la conciencia de su obligatoriedad… además de saberse que su no cumplimiento acarreará reacciones de desaprobación. Reacciones que en la sociedad compleja se institucionalizan en instancias y mecanismos de control que aseguran el mantenimiento de la interdependencia social. Pero esto no resta la importancia que tiene, reitero, la conciencia en el obligado, en quien debe darse el hábito de su cumplimiento. Ya desde Aristóteles la virtud es un hábito… posición retomada más tarde en el pensamiento cristiano.
Entonces, tanto hábito en el cumplimiento del deber, en la comunidad, como oportuna y rápida intervención de sus mecanismos de vigilancia y sanción. Estos elementos preceptivos de toda cultura son los que deben interesarnos hoy en la nuestra.
¿Los tenemos? Porque cumplimiento y buen funcionamiento son condiciones, entre otras, del renacer de nuestra esperanza (el arte y la ciencia, asimismo esenciales, no son considerados aquí por no ser prácticas colectivas sino expresiones individuales, aunque lo sean también, de una experiencia colectiva).
El Derecho será legítimo pues, si es reconocido por la conciencia moral en general y ésta a su vez se verá garantizada si el Derecho que la respalda cuenta con la suficiente vigencia. No dejando por eso la conciencia de ser la individual: es precisamente el proceso de individualización normativa y de diferenciación cultural, propias de una sociedad compleja, lo que ha abierto el espacio para el desarrollo de una personalidad madura. Y está muy bien que así sea, con respeto (y tolerancia) de toda otra personalidad que pueda ser distinta.