A los siete años, la inmensidad del mundo no sobrepasa la esquina de la cuadra donde queda nuestra casa.
Cuando tenía esa edad, la mía quedaba en la calle Riobamba y Alem, en la vereda sur, y del lado derecho de la esquina. Cruzar cualquiera de las dos calles representaba, lo recuerdo, internarse en territorios que dejaban de ser propios. Y llegar hasta la calle Ayacucho, que estaba en el extremo opuesto de la cuadra, y de ser necesario también atravesarla, podía significar el inicio de una pequeña aventura, que a veces practicaba para ir hasta la casa de mi tío Pedro, que vivía en la calle siguiente de Ayacucho, Colón, doblando hasta Cerrito, la paralela de Riobamba.
El límite del mundo familiar estaba dado, en todo caso, por un enorme tanque de agua, de unos veinte metros de alto, que se alzaba enfrente de mi casa. Mejor dicho: no enfrente, sino unos diez metros a la derecha, y no sobre la calle, sino al final de un acceso vehicular por el que se accedía al tanque, que pertenecía a la empresa de Obras Sanitarias.
Sobre ese territorio pequeño se levantaba, en aquella edad pequeña, para mí, el universo. Si a la luz del día su visión me resultaba, además de atractiva, grata, cuando anochecía esa gratitud mutaba en una sensación de inquietud, provocada por esa suerte de vacío despojado de colores que, en su progresiva oscuridad, transformaba al universo en una simple oquedad que tenía la propiedad de extenderse ilimitadamente.
Mis ojos, que durante el día podían mirar la calle Riobamba hasta el final, allí donde desembocaba en las barrancas del río, y contemplar los añosos árboles que se levantan sobre sus veredas formando una alameda que en verano parecía un túnel verde, de noche evitaban enfrentar la oscuridad que inundaba la tierra, borrando de la vista las imágenes de las cosas y las personas que podía haber allí, para reemplazarlas por ese manto negro donde la calle Riobamba desaparecía y el mundo se esfumaba, acaso chupados por alguna ignota fuerza suprahumana.
Por eso, de noche me refugiaba en el interior seguro de mi casa. Mis padres me cuidaban, velaban por mí, y yo podía hablar con ellos, o leer algún libro infantil, o compartir la escucha de un programa de radio. De todos modos, me dormía antes de las diez, de manera que transcurría la mayor parte de la noche ignorando la parte turbadora del día. El despertar, así, siempre era el momento feliz del reencuentro con el mundo amable.
Por aquellos años, el despertar tenía siempre las formas de la rutina. Ya fuese en épocas de clase, o en vacaciones, lo sucedía el desayuno que preparaba mi madre, y después, según el mes en que estuviéramos, marchaba a la escuela o permanecía en mi casa, a la espera de encontrarme más tarde con algún amigo para compartir juegos veraniegos.
Sin embargo, aquel día, todo fue distinto. Mi madre me dijo que no había clases, sin abundar en detalles, por lo que, después de desayunar, me asomé a la calle. Y fue entonces cuando vi, delante del tanque, a un soldado echado cuerpo a tierra, con una ametralladora sobre el piso, apuntando hacia la calle, como en las películas de guerra.
Advertí, en ese momento, que otros amigos míos se estaban acercando al tanque. Me sumé al grupo de los curiosos, y así fue como descubrimos que además del soldado que estaba cuerpo a tierra, dentro del acceso que llevaba al tanque había otros soldados, todos armados fuertemente. Un jefe les daba órdenes, que los soldados cumplían prestamente. Cuando nos acercamos demasiado, movidos por nuestra curiosidad creciente, uno de los soldados nos gritó que nos fuéramos, porque no podíamos permanecer en ese lugar.
Así lo hicimos con los otros chicos de la cuadra, comentando asombrados las características del armamento de los soldados, el tipo de vestimenta que tenían, la clase de cascos que utilizaban, abordando esas cuestiones desde los saberes que nos daba nuestra frecuentación del cine Heraldo donde veíamos, todas las semanas, películas bélicas de origen estadounidense.
Recuerdo que al volver a mi casa estaba ya mi padre, de vuelta del trabajo. Le conté lo que había visto, y le pregunté por qué estaban los soldados en el tanque. Debe ser porque lo echaron a Perón, me respondió, y están cuidando al tanque para que no hagan un atentado.
La explicación de mi padre no dejó de preocuparme. Si hacían un atentado contra el tanque, si le ponían una bomba por ejemplo y lo hacían estallar, se inundaría toda la cuadra y nos moriríamos ahogados, por lo que empecé a ver con simpatía a los soldados. Pero no pasó nada de eso, y al cabo de unos días los soldados se retiraron. Con mis amigos volvimos a la rutina de siempre. Regresamos a la escuela, por la mañana, y por la tarde nos encontrábamos para jugar a la pelota en la calle. Algunos partidos los volvimos a jugar en la vereda del tanque, como tantas veces, aprovechando que los soldados se habían ido y el mundo, finalmente, era el de siempre.