Cuenta la leyenda que se conocieron en una fiesta organizada por Sting y su esposa Trudie Styler en su casa en Londres, que Madonna insistió para que lo invitaran porque se moría de ganas de conocerlo, que fue ella quien, animada por las burbujas del champagne, lo abordó, lo llevó lejos, bien lejos, de los invitados y lo sedujo. Cuenta la leyenda que él no quería saber nada, que estaba contento con su novia, la millonaria Rebecca Green, que si no fuera porque la noche fue larga, muy larga, no hubiera dado un paso adelante, pero lo dio. Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad. Desde el mismo momento que en que se dejó caer en las redes de la Reina del Pop, dejó de ser quien era. Al menos en el planeta mediático. De un día para el otro, su reputación de director de cine innovador, de galán irresistible, de hombre libre, se perdió detrás del movimiento incesante de las caderas de la chica material. No dejó de trabajar, ni de salir en las revistas, tampoco de arrancar suspiros a las mujeres que cruzaba a su paso, pero ya no estuvo nunca más solo, a su lado, lejos, cerca, estaba ella, la esposa, la mujer, la amante, el ícono, que iba devorando su identidad, acaso sin quererlo, seguro sin piedad. Dejó de ser Guy Ritchie para convertirse en el marido de Madonna. Un Don Nadie. Menos que cero.