La tensión en la cadena triguera, con precios de escasez en el mercado y subas bruscas en el precio final del producto, le pone una cara al debate sobre la inflación. La disparada de precios de un producto sensible, como el pan, lo despoja de abstracciones, disfraces ideológicos y coartadas discursivas.
Que el gobierno, los empresarios vinculados al negocio del trigo y los consumidores estén cortando clavos para llegar abastecidos de harina y pan hasta la próxima cosecha del cereal no se explica por la política monetaria del Banco Central, el gasto público o el exceso de demanda. Tampoco por una secreta conspiración imperialista. Más bien encuentra su raíz en los conflictos no encauzados por la captura de ingresos dentro de la cadena de valor.
El gobierno nacional comenzó a intervenir en los mercados de productos agropecuarios entre los años 2006 y 2007, cuando la recuperación de la posconvertibilidad comenzó a vencer la barrera que la recesión residual de la crisis le ponía a los precios. Las medidas más duras, como el cierre de las exportaciones de carne, fueron duras reacciones políticas al rechazo de entidades del sector a convalidar los acuerdos de precios impulsados desde el Ejecutivo.
La dificultad para el consenso catapultó la sanción política, que en un primer momento sirvió para demorar la escalada de precios pero que, fundamentalmente, convirtió al Estado en árbitro principal de la disputa por ingresos de los actores de los mercados en cuestión.
Pocos recuerdan las movilizaciones que Federación Agraria protagonizó días antes del conflicto de la 125 en las puertas de las cerealeras del Gran Rosario para protestar porque, aprovechando la intervención oficial, se estaban quedando con la parte del león en el mercado triguero.
La pelea por las retenciones móviles encapsuló estas disputas en una discusión política de carácter general, que todavía ordena discursos y divide campos entre oficialistas y opositores. Condensó en una contradicción sencilla y operativa un conjunto de conflictos de distinto orden, entre ellos los que dentro del sector agropecuario contradicen la visión voluntarista del campo como un bloque político y económico monolítico.
En los hechos, la política agropecuaria oficial tiene un punto fuerte en la alianza con las industrias de segundo piso: usinas lácteas, molinos harineros, frigoríficos, etcétera, que utilizan las materias primas agropecuarias. Las retenciones a la exportación constituyen el primer escalón de esa sociedad. El hecho de que un secretario de modales duros adoctrine a los empresarios y hasta los sancione reasignando negocios, no oculta el papel decidido que el Estado ejerce para mejorar las condiciones de negociación de estas compañías con los productores primarios.
De allí que las políticas destinadas a "cuidar la mesa de los argentinos" consistieran, básicamente, en pisar los precios de la materia prima. Sea por la fijación de precios de referencia o suprimiendo de hecho las cotizaciones en mercados institucionalizados, sea directamente administrando el ritmo de ventas. La hacienda vacuna y el trigo fueron casos de manual en ese sentido.
Respecto del cereal, los cupos de exportación operaron como un sistema que suprimió la habitual competencia entre exportadores y molineros (hay casos en los que forman parte del mismo grupo). Generó una notable brecha entre los precios que estas empresas podían pagar a los productores y lo que efectivamente pagaban. Y en al menos dos campañas provocó que en pleno enero, con la cosecha encima y sin precio por la retirada de los compradores, los agricultores no tuvieron a quién venderle. Ganancias para uno, quebrantos para otros.
En la histeria de los discursos moldeados en la guerra de la 125 se perdieron las advertencias sobre lo que pasaría con el trigo. Que no se equivocaron. Se sembró mucho menos. Y los problemas climáticos hicieron el resto.
"La paz del trigo" es el nombre de un brillante libro de historia agraria, que relata la trama de acuerdos, tensiones y negociaciones tejidos entre los distintos actores económicos de Coronel Dorrego a fines del siglo XIX y principios del silgo XX, para transitar entrecampañas hasta el momento de la liquidez que brindaba cosecha.
Estos acuerdos, que en muchos casos abrevaron al sistema de "usos y constumbres" que opera en el mercado cerealero, no eran necesariamente entre iguales. Llevaban el sello de las relaciones de fuerza. Su eficiencia no convalida la hipótesis de una mano invisible que asignará por sí recursos en forma equitativa y armónica, lejos de la mirada del Estado. Tampoco convalida la idea de que cualquier tipo de intervención estatal sea virtuosa de por sí.
El caso del trigo es un ejemplo, de otros tantos en distintos aspectos que tienen que ver con la economía de la posconvertibilidad. No es alternativa la discusión sobre si el Estado debe intervenir o no, sino cómo debe hacerlo. Hoy el secretario de Comercio Interior se desespera para que sus socios de ayer larguen la materia que en otros tiempos acopiaron a precios de liquidación. En el medio, el remedio que antes parecía funcionar se volvió en contra. Y no funcionaron los mecanismos de discusión política que hubieran permitido cambiar a tiempo. Parece atinado preguntarse si la situación sería la misma si en lugar de "escuelitas" o "mesas chicas" existieran organismos institucionalizados de intervención que equilibraran la disputa en un sector tan sensible. •