La aparición de un video del grupo terrorista Estado Islámico (EI) donde se muestra a un niño francés de 12 años ejecutar de un disparo a un supuesto espía agrega una cuota más de delirio a lo que viene ocurriendo desde julio del año pasado en casi un tercio de Irak y Siria donde esa banda criminal autodeclaró un califato.
No es que antes de esa “declaración de independencia” todo estaba en calma. Por el contrario, la guerra civil en Siria entró en su quinto año y ya ha causado más de 200 mil muertos (entre ellos innumerables niños), y los organismos internacionales se han mostrado ineficaces para detener la carnicería.
En ese contexto anárquico de una prolongada guerra civil, donde los grupos que intentan desalojar del poder al tirano Bashar al Asad luchan a veces entre sí, surgió el Estado Islámico, la banda terrorista más brutal y con la mayor capacidad económica y militar conocida hasta el momento, pero diferenciada del resto por la utilización de las redes sociales como publicidad de sus actos criminales y como medio de captación de nuevos combatientes en todas partes del mundo. Otro rasgo que la distingue es que opera abiertamente en el territorio que conquistó.
Según fuentes del gobierno norteamericano citadas por diarios de ese país, la maquinaria propagandística de Estado Islámico envía 90 mil mensajes de twitter por día y recluta cerca de mil combatientes por mes, que provienen de Europa, el norte de África, Medio Oriente y hasta Estados Unidos.
El empleo de las herramientas de comunicación ha llevado a Estado Islámico a un primer lugar en la escena internacional. A tal punto, que se ha convertido en el enemigo número uno de Occidente, pero también de países musulmanes de la región que temen no pueda ser contenido su avance militar. Además, organizaciones con el mismo perfil de delirio criminal, como Boko Haram en África, (nunca se supo qué paso con las 200 alumnas cristianas que el grupo secuestró en Nigeria hace un año) se le han sumado a la lucha.
Hace siete meses que una coalición internacional liderada por Estados Unidos bombardea desde el aire posiciones de Estado Islámico, pero no ha logrado grandes objetivos, salvo hacerlo retroceder algunas posiciones que las tropas kurdas –que lo enfrentan por tierra– han retomado en los últimos días.
La única opción para frenar a ese monstruo criminal y mediático parecería ser una gran ofensiva terrestre de la coalición internacional que lo combate. Pero no es fácil lanzarla porque implicaría una maniobra a gran escala en las anárquicas Irak y Siria a un costo de vidas civiles y militares que seguramente sería alto. Hasta ahora, con las tropas kurdas en tierra y la aviación de la coalición, que incluye países árabes, se estima que Estado Islámico perdió sólo un 20 por ciento del territorio que ha capturado.
La situación es tan complicada y peligrosa para la estabilidad de la región que incluso Estados Unidos ha girado su política exterior. Hace unos años apoyaba la caída de Asad y solventaba a los grupos insurgentes, pero ahora ha anunciado que quiere negociar con el presidente sirio, tan criminal como la mayoría de las bandas que enfrenta. Es la teoría del mal menor. Se prefiere acordar con Asad que con impredecibles grupos rebeldes.
Malestar interior. No todo es viento a favor para Estado Islámico porque su novedosa y exitosa campaña mediática para atraer combatientes de todo el mundo contrasta luego con la realidad en el terreno. Muchos jóvenes que llegan captados por falsas promesas intentan desertar porque no toleran las duras condiciones de vida y los terribles métodos asesinos de la banda. Los arrepentidos que son detectados les espera una muerte segura porque la deserción es sinónimo de ejecución.
El diario “The New York Times” publicó hace pocos días la historia de un desertor de las tropas sirias que se pasó a Estado Islámico. Un periodista del diario estuvo en contacto durante casi un año con Abu Khadija (es un sobrenombre para proteger su identidad), quien progresivamente mostraba disconformidad con Estado Islámico por cuestiones que iban desde la pobre alimentación que recibía hasta la separación de su familia cuando lo enviaban a combatir lejos de su casa. Pero lo que no pudo tolerar y lo hizo decidir abandonar la banda, no sin riesgos de muerte, fue cuando presenció la decapitación de 38 kurdos prisioneros de guerra en un pueblo sirio cerca de la frontera iraquí. “No pude comer, sentía que tenía ganas de vomitar y me odiaba a mí mismo”, relató Abu Khadija al “Times”. Y contó que se decidió por sorteo quiénes tomarían los cuchillos y ejecutarían la masacre. “Honestamente –agregó ya desde algún lugar desde donde intentaba escapar hacia Turquía– nunca hice eso. Puedo matar a una persona en combate, pero no puedo cortarle la cabeza con un cuchillo o una espada”.
La confesión del sirio desertor parece dar más pistas sobre las prácticas asesinas del Estado Islámico, que exhibe a todo el mundo las de mayor impacto. Decapitar a 38 soldados kurdos es menos impresionante para los países occidentales que cortarles la cabeza a periodistas norteamericanos o a ciudadanos británicos que cumplen tareas humanitarias. También hubo para los japoneses, con un documentalista degollado, y hasta para los jordanos, en un video donde se vio a un piloto militar capturado que es quemado vivo.
El chico francés. El caso del niño de 12 años convertido en un asesino por su propio padre, quien aparece y habla en el video de la ejecución de un acusado de espía, es tal vez la contracara de lo ocurrido con el desertor sirio, que apelando a un rasgo de humanidad subyacente en su conciencia resolvió escapar de la banda. En el 2014 la familia del chico emigró de Toulouse para hacer la “yihad” junto a Estado Islámico. Sus compañeros franceses de la escuela lo reconocieron en el video y sin duda quedaron tan impresionados como todos los que han visto a un padre marcar el camino criminal de su hijo, sea verdad o no que el chico haya disparado, cosa que no queda del todo claro en la filmación editada. ¿Por qué un tiro con un arma, más rápido y fácil, y no un cuchillo para decapitar a la víctima? Tal vez haya sido una concesión para los menores.
A quien le disparan un balazo mortal en la cabeza estaba señalado por Estado Islámico de ser un espía del Mossad, el servicio secreto israelí. El joven ejecutado se llamaba Mohamed Said Ismail Musallam, tenía 19 años y era árabe con nacionalidad israelí. Sus padres, que viven en Jerusalén, niegan que su hijo haya sido espía. Revelaron que el joven había sido reclutado por engaño en un viaje que había hecho a Turquía, donde le prometieron dinero, mujeres y autos para sumarse a la banda. Cuando quiso abandonar Estado Islámico, ya en Siria, y regresar a Israel porque su madre estaba enferma fue capturado y luego asesinado, como muestra la filmación.
Estos son tiempo cambiantes y de delirio de las bandas asesinas que buscan una “yihad” liberadora, tal vez de algún monstruo interior, pero que ponen en la mira a una de las tres religiones monoteístas, (tercera en la aparición en la historia), que nada tiene que ver con esas prácticas criminales. Es su interpretación radicalizada –como ya ha pasado tantas otras veces y en otros ámbitos de la civilización– la que gana fuerza en muchas regiones del planeta. Habrá que analizar por qué sucede el fenómeno de la radicalización, la captación de jóvenes combatientes y la escenificación mediática de la barbarie criminal, con niños como ejecutores incluido, como un hecho reivindicatorio.
La amenaza de Estado Islámico no es menor pese a que se lo considere un grupo marginal radicado en medio de la anarquía siria e iraquí. Es una bomba de tiempo que debería ser desactivada.