Para la historia del planeta Tierra, el tiempo que se conoce de la vida (existencia) del hombre es mínimo. Nuestro recorrido como raza admite una singularidad: el paso es cada vez más veloz.
Para la historia del planeta Tierra, el tiempo que se conoce de la vida (existencia) del hombre es mínimo. Nuestro recorrido como raza admite una singularidad: el paso es cada vez más veloz.
Algunos acontecimientos son verdaderos crujidos. La oposición del pulgar nos diferencia de los monos de un modo muy exclusivo. La "bipedestación y marcha" y ese "pulgar en oposición" dejan definitivamente atrás al simio que fuimos, si lo fuimos.
El afecto, la crianza, golpearse el pecho y manotear la comida no es una diferencia. Tenemos demasiadas cosas comunes, somos animales. Nos une el miedo a lo desconocido, esa es la gran similitud. El fuego, el agua, el sol, un estampido, la acechanza a la vuelta del desfiladero, las alturas y las profundidades. Lo desconocido aún nos da miedo. Como al primer hombre de la primera tribu. Igual.
Que la sangre circula por el cuerpo y que giramos alrededor del sol fue, en sustancia, un mensaje al oscurantismo: muchachos con este asunto no nos meten más miedo.
El burgo, el fuerte, la vida en la villa tenía un significado cooperativo. Juntos somos más. Sólo el camino de un burgo al otro provocaba miedos. El asaltante de caminos era el desconocido que se aprovechaba de la sorpresa y la soledad. Dentro del fuerte el vecino. Jorge Luis Borges cuando habla de fundar una ciudad nombra las cuatro calles que conforman un fuerte. "Una manzana entera pero en mitad del campo, expuesta a las auroras y lluvias y suestadas. La manzana pareja que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga". Allí comienza todo, pero Borges, con esa mirada infinita advierte: "Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente". Habiendo vecino hay una ciudad, un villorio, unos muchos. No es nada más que una confesión. Dentro la amistad, fuera lo desconocido, que mete miedo por eso: el miedo animal que nos acompaña más allá de cualquier racionalidad, siempre en cuestionamiento.
Cuando lo conocido se vuelve peligroso perdemos certezas. Cuando lo conocido se vuelve desconocido aparecemos mágicamente en mitad de un camino, fuera de las paredes del fuerte que protege el burgo. Animalitos a la buena de Dios. Afuera todo es confuso ("…Menos tu vientre, todo es futuro fugaz, pasado baldío, turbio. Menos tu vientre, todo es oculto. Menos tu vientre, todo inseguro, todo postrero, polvo sin mundo…" Miguel Hernández). Para el enamorado el vientre es el mundo. Fuera del amor el día y la cotidianeidad. Para el habitante de un burgo la seguridad indica el mañana, el rumbo, el universo, el pensamiento libre de miedos. La inseguridad quita porvenir. Retrocedemos, volvemos a las cavernas, no sabemos que es la lluvia, el fuego, la luna, el aullido lejano. Somos miedo.
Si en la ciudad, el viejo y querido burgo, el miedo es superior a la confianza, la locura superior al raciocinio, la intranquilidad impide el sueño y no hay caminos, calles, ni horas, ni bares, ni zaguanes calmos, estamos en mitad de un problema continuo. Mal presagio. El miedo urbano nos castra como personas, como sociedad (La palabra "urbano" viene del latín "urbanus", adjetivo que indica de la ciudad). En la ciudad tenemos miedo. Construimos el burgo para perder el miedo. Algo anda mal. Muy mal.
El miedo urbano es uno de los males del siglo XXI, otro de los temas que los políticos con raíz en el siglo XX no se animan a mostrar, reconocer, afrontar. Admitir que se puede tener miedo, sencillamente miedo, es confesar que quienes nos mandan, porque por nosotros deliberan y gobiernan, no tienen idea de lo que nos pasa. Y nos pasa. Una ciudad como esta, Rosario, convive con el asalto en cualquier calle y el manoteo en cualquier semáforo. Admitir que es así no es nada más que eso, la admisión que el sol está quieto y nosotros giramos. No alcanza. Nunca alcanzó que se confiese un mal y no se trate de remediarlo. El miedo urbano es una peste sin ateos en el burgo. A cualquiera lo asaltan, tirotean, matan. "A mí por suerte no" debe cambiarse por: "A mí por suerte todavía no".
No confiar en las paredes es perder las relaciones parentales con ese Gran Hermano, la ciudad. No hay padres, amigos, hermanos. Todo: intemperie. Sin paredes no hay casa, construcción, fuerte, ciudad. No hay mañana.
En la reciente huelga de municipales el centro de la ciudad quedó a merced de hordas desapacibles que vendían mercaderías robadas, traficadas, falsas. No había policías que resguardasen el orden. En rigor todos los días hay organizaciones que venden mercaderías falsas, sin papeles, sin impuestos, sin identidad impositiva fiscal, nominal. Las autoridades también tienen miedo urbano.
La frontera de la tranquilidad era el adentro y el afuera de las murallas de la ciudad. El miedo urbano certifica que no hay murallas, paredes, leyes, custodios que devuelvan la sensación de tranquilidad. "Miedo o temor es una emoción caracterizada por un intenso sentimiento, habitualmente desagradable, provocado por la percepción de un peligro, real o imaginario". Confianza es el antónimo más aceptado. No es coraje ni heroísmo. Confianza. El miedo urbano quita confianza en el vecino del edificio, de la cuadra, del otro barrio; quita confianza en el otro. Eso es miedo urbano. Estamos solos, no existe el otro.
Por Claudio Berón
Por Alvaro Torriglia