Al calor de diversas crisis, nuevas versiones de la derecha ganan terreno y, en algunos casos, como en Estados Unidos, llegan al poder. Para el historiador Pablo Stefanoni estos líderes supieron explotar el enojo social de sectores importantes de la población y la crisis de representación acentuada por el giro de los principales partidos políticos hacia el centro.
En esta entrevista con La Capital el autor del libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? analiza las posibilidades de que emerja una fuerza a la derecha del PRO; plantea que, más que ganar, el riesgo que plantean las expresiones más radicalizadas es que cambian el eje del debate y advierte las dificultades de las fuerzas progresistas para enfrentar el nuevo escenario.
—¿Qué supieron leer y explotar estas derechas para crecer tanto y, en algunos casos, llegar al poder?
—Depende de los contextos, pero en primer lugar expresaron el enojo social y la crisis de representación. Dado el giro de prácticamente todas las expresiones políticas hacia el centro, las distintas vertientes de la extrema derecha se pudieron presentar como fuera del sistema político. El hecho de que los partidos tradicionales hicieran una especie de cordón sanitario parecía confirmar esto. En el caso de Trump, el discurso contra las élites —que hay que ver qué se incluye en ellas— funcionó. Hay casos y casos, pero en general recogieron un descontento que el mercado electoral ya no podía recoger, que, por supuesto, no siempre es progresivo. Puede tener motivos reaccionarios: por ejemplo, la erosión de ciertas jerarquías de género, raciales.
—Se tiende a pensar estas derechas como un bloque homogéneo, ¿cuáles son las diferencias que tienen entre sí?
—Algunas extremas derechas son más conservadoras, como el caso de Polonia y de Vox, en España, y otras, como el Frente Nacional de Francia, donde este elemento no está tan presente. Hay derechas más atlantistas y otras más cercanas a Rusia. También hay derechas antisemitas tradicionales, y otras que ven a Israel como aliado en la lucha contra el islam. Algunas son más neoliberales, y otras tributan a lo que se llama chovinismo del bienestar: que los beneficios sean sólo para los nativos. También hay extremas derechas que vienen de fuerzas posfascistas y otras que no tienen ese vínculo. Todo esto no implica que no actúen en instancias compartidas y las posiciones son dinámicas. Por ejemplo, todos los partidos proponían salir de Europa y ahora eso está en un segundo plano. La inmigración sí es un tema compartido: se transforma el racismo histórico en una clave cultural.
—Más allá de su discurso, ¿cuál es el vínculo de estos dirigentes con las élites, sobre todo económicas?
—El discurso contra las élites se refiere más a las culturales que a las económicas. Según el trumpismo, son las universidades, la prensa, Hollywood, Washington, frente a la América profunda. En el caso de Europa, tanto los más neoliberales como los más estatistas no tendrían problemas en interactuar con la élite económica. El tema es que como el resto no gobierna ni gobernó la parte pragmática de una fuerza política no la tenemos. Aunque no hay una amenaza izquierdista por la que las élites necesiten apoyar a la extrema derecha, si estuvieran estas fuerzas probablemente lo harían. Por otro lado, el discurso antiinmigración puede ser contradictorio con los intereses de las empresas, porque emplean trabajadores migrantes.
—¿Qué significa para estos grupos la derrota de Trump?
—Partiría de lo que significó su triunfo: 2016 fue un momento importante, porque puso en el centro del tablero ideas, figuras y fuerzas que operaban más bien desde los márgenes. Emergió toda una serie de derechas muy disruptivas, neonazis en el caso de Estados Unidos. El trumpismo rompe una compuerta y posiciona eso a nivel global; legitima esas ideas. La derrota las debilita de manera relativa pero no cancela esos procesos. En EEUU quedó disponible una fuerza significativa que lo votó y en el caso europeo ya forman parte del paisaje político.
—Tras el triunfo de Trump y Bolsonaro se especula con la posibilidad de que emerja alguna figura de ese estilo en la Argentina, ¿Lo ve posible?
—Bolsonaro expresó algo muy brasileño, para cualquier persona era un liderazgo improbable. En el caso argentino el sistema de partidos no está tan erosionado y disperso como el de Brasil. Aquí un sector muy minoritario, pero que está muy instalado en los medios y la opinión pública, que quiere construir una fuerza a la derecha del PRO. Milei y Espert quieren armar una especie de Vox, una fuerza a la derecha del centro-derecha ya instalado, pero tienen dos problemas. El primero es que aunque están tratando de unirse, están todavía muy enfrentados. El segundo es el liderazgo de Patricia Bullrich, que frena la construcción de la alternativa a la derecha del PRO. A la vez, ella expresa una derechización del PRO en una clave que no es exactamente de la que venimos hablando, pero tiene un aire de familia. Hay una apuesta, tanto en la interna como afuera del PRO, de liderar algo más a la derecha. Eso lo está haciendo bien, pero también tiene límites internos, porque no todo el PRO quiere una alternativa así. El macrismo es una especie de conservadurismo liberal tradicional, más en la clave de los ‘90, que no entronca tan bien con esta cosa bolsonarista y trumpiana.
—Lo interesante es que estos dirigentes tienen mucha presencia en los medios e impacto en las redes pero los dirigentes con mejor imagen son dos moderados: Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta.
—Sí, por ahora el problema no es tanto que ganen, sino que están incidiendo en la agenda. En Europa, más allá de ganar, introducen debates y cambian el eje de las discusiones. Por ejemplo, la crítica a los impuestos y al Estado de bienestar, con la idea de que los privilegiados son los que cobran planes.
—El domingo falleció Carlos Menem, ¿Qué representa su legado para ese sector ultraliberal?
—Es casi divertido que gente que está hablando de los 70 años de peronismo termine reivindicando como un héroe a un peronista. Menem fue sui generis pero gobernó con todo el peronismo: salvo el grupo de los 8 de Chacho Alvarez nadie se fue. La reivindicación del menemismo le funciona mejor a los más libertarios porque después de Alberdi no tienen nada para defender, y buscan ahí una experiencia concreta en la cual anclarse. Esto expresa una dificultad para construir liderazgos propios, algo que algunos liberales reconocen. En parte, esta derechización de los libertarios tiene que ver con apostar a un populismo de derecha y no por un libertarismo más clásico, que no interpela a nadie hoy. Menos en la Argentina, que es un país bastante estatista.
—¿Qué cree que deberían hacer las fuerzas democráticas? Además del cordón sanitario, otros autores, como el politólogo estadounidense Steven Levitsky, hablan de armar grandes coaliciones transversales.
—La idea del cordón sanitario hoy tiene dos problemas en Europa. Uno es que al aliarse con las derechas democráticas el progresismo va perdiendo su carácter disruptivo y su capacidad para expresar el descontento social. El otro es que en muchos lugares se rompieron los cordones sanitarios: las extremas derechas se instalaron en los parlamentos de manera persistente y la derecha convencional ha ido derechizando su discurso para tratar de competir con las versiones más radicales.
—Es un escenario complicado para las fuerzas progresistas y de izquierda.
—Sí, el problema no es ganar las elecciones, sino la sensación de poder hacer poco cuando se las gana. En temas culturales se pudo avanzar más, pero en temas más estructuralmente socioeconómicos en general los gobiernos progresistas se sienten frustrados a la hora de intentar reformas. Se ve en el caso de Podemos en el gobierno de España. El riesgo es que las fuerzas progresistas frenen la extrema derecha pero después se debiliten en el gobierno si no pueden impulsar reformas que vuelvan a interpelar de algún modo a los de abajo.