El sociólogo Ignacio Ramírez advierte que, salvo los gobiernos, los actores económicos, políticos y mediáticos no dimensionan la magnitud de la crisis generada por la pandemia. En diálogo con La Capital, el también consultor político —uno de los estrategas comunicacionales de la campaña de Axel Kicillof— plantea que un sector opositor “es delirante en el sentido técnico de la palabra”, sostiene que aunque gobierne el peronismo hay un clima ideológico de derechas y sugiere a los líderes “renunciar a cualquier perspectiva tranquilizadora de normalidad”.
—¿Cómo está viendo la dinámica política en esta situación tan particular, atravesada por la pandemia?
—Nunca imaginamos vivir un año así en el que conjugan todos los problemas. La situación en el mundo y la región es inquietante, parece una película de ciencia ficción.
—Al mismo tiempo que parece una película distópica hay cierto clima parecido al de la década del ‘30: crisis muy profunda y liderazgos semidemocráticos o abiertamente autoritarios.
—Efectivamente, han aparecido criaturas que son de otro clima, pero en una versión muy contemporánea, es una suerte de terraplanismo ideológico. Es un zumbido con el que deben lidiar todos los gobiernos. En el país, un elemento fuerte del debate público es que pareciera que la sociedad salió del aislamiento y la política quedó confinada.
—¿Cómo es eso?
—En este momento se habla de si el ministerio de Bielsa arranca o no, o si el último spot del presidente dio en la tecla, ¡Se está desintegrando el mundo! Los actores económicos, opositores y mediáticos están en una escalada muy destructiva, no están tomando dimensión de la magnitud de la tragedia. El episodio del diputado Ameri es otra muestra de que un sector de la dirigencia no advierte el escenario de fragilidad inflamable en el que estamos.
—Vuelvo a la oposición: ¿el ala dura está tirando demasiado de la cuerda?
—Un sector de la oposición, que es delirante en el sentido técnico de la palabra, interviene en la discusión pública con una posición fundada sobre la negación. Los nietos de nuestros nietos hablarán sobre este año. Por primera vez el mundo está absolutamente sacudido y golpeado, y todas las esferas de la vida están interferidas, condicionadas. Eso convive con el deterioro social y económico más pronunciado desde que se tenga registro, a lo que se le agrega la inquietante contagiosidad de un lenguaje político que renuncia al Iluminismo. Ponerle el nombre de opositor a eso es encogerlo: se trata de un fenómeno global, del que nosotros a lo sumo seremos un renglón nacional. Es una posición global de derechas radicalizadas que avanza y que está marcando el clima discursivo en el país, la región, Estados Unidos y parte de Europa. En la Argentina se da la paradoja de que tenemos un gobierno peronista de centroizquierda, progresista, pero el clima ideológico que se respira es otro. En Estados Unidos pasa lo mismo: por más que pierda Trump el clima psicológico seguirá siendo trumpista.
—La crisis recorta el margen de maniobra de los liderazgos conciliadores, ¿Ve a los actuales líderes yendo hacia los extremos?
—Después de la convergencia entre Alberto, Larreta y Axel, que fue una escena pacificadora y excepcional, y una de las cosas más saludables de este año, el clima ecuménico inicial se disolvió. Se fue formando una estructura del conflicto político que sublima divergencias ideológicas muy claras. Por un lado, el proteccionismo sanitario plantea que hay que achatar la curva, no hay nada más intervencionista que eso. Por el otro, hubo un sanitarismo más individualista, liberal, según el cual el aprendizaje de esto es que nos tenemos que lavar más las manos. Por suerte, no hubo gobernantes transitando una hoja de ruta negacionista, hubo sanitarismo con tonos. Lo que viene es algo bastante poco parecido a la normalidad, y en este contexto se incuba a cielo abierto un conflicto ideológico por el aprendizaje.
—¿Imagina algo parecido a 2001?
—Veo que esto no dejará nada intacto, sin una marca, pero no usaría la figura de la explosión, tipo de 2001. A diferencia de ese momento, hay una red de protección social, lealtades partidarias organizadas bajo la forma del desacuerdo, pero no hay una anomia transversal. Hay un presidente con prestigio, que tal vez no estará en sus mejores semanas, pero esa es una mirada cortita. La idea que esto se resetea el año que viene es negadora, no tiene ningún fundamento. Como entonces, de esto se sale con algún tipo de reinvención. Además, hay una discusión sobre la legitimidad del Estado, que fue sin dudas el debate solapado del año: ¿el Estado tiene derechos o no a establecer cuarentenas? La palabra “libertad” le dio mucha honestidad ideológica a la derecha. Lejos de infectadura, a falta de la solución científica, que es la vacuna, lo que hubo este año fueron soluciones políticas y sociales. La cuarentena es una solución social, porque no vivimos en la China maoísta.
—¿Cómo evalúa el desempeño de los gobiernos en este marco?
—Los últimos meses fueron difíciles para ellos, pero en general las sociedades los vieron más como parte de la solución que del problema. No hablo de Alberto, Larreta y Kicillof sino en general. Nueva York fue la capital mundial del colapso sanitario, la mayor herida narcisista de Occidente del último siglo, y el gobernador es uno de los mandatarios con mejor imagen. Por supuesto, después de seis meses que parecieron las siete plagas bíblicas si no cayera la imagen de los gobernantes habría que preocuparse por la sociedad. Se va agregando mucho malestar, la oposición juega, y se agregan los errores no forzados de los gobiernos. En este momento, es preocupante que un sector de derechas se va alejando desde el punto de vista discursivo de la cultura democrática. En cierto modo, se pasa de la defensa de las minorías, una bandera del liberalismo, a una intolerancia hacia las mayorías. El tema es que la democracia son valores que se construyen en la esfera pública, no instituciones, y es tarea de la política generar cultura democrática.
—Está claro que la pandemia tiró todos los planes al tacho de basura. Sin embargo, ¿no le está faltando al gobierno un relato, en el buen sentido de la palabra?
—En esta transición muy dolorosa y con mucha incertidumbre se necesita una comunicación con mucho realismo, y que a la vez no renuncie a la esperanza. Algunos de los errores fueron cuando se manifestó cierto existismo, y a esta pandemia no se le gana, la discusión es cuánto daño el Estado es capaz de amortiguar. Más que comunicacionales, el desafío del Frente de Todos es ensamblar su identidad y solidaridad colectivas. La tarea que le toca es la reconstrucción, en un escenario que no va a ser de colaboración ecuménica con los sectores que está enfrentando y en un contexto regional donde la democracia en su definición mínima dejó de ser una certeza. Una nota al pie: cuando fue el levantamiento policial la mayoría de la oposición reaccionó muy sanamente, Macri quedó aislado.
—Supongamos que Alberto Fernández lo sumara al consejo de expertos, ¿Qué le sugeriría?
—Le diría que los actores políticos tienen que renunciar a cualquier perspectiva tranquilizadora de normalidad. Cuando pase esto habrá que reconstruir, no sólo la economía: habrá que coser a la sociedad. Hay que dejar de lado el voluntarismo y los buenos deseos o la negación. Además, lo político es una de las dimensiones de la vida, no hay que leer todo políticamente. La gente conjuga sus pulsiones transgresoras con sus posibilidades materiales y emocionales y hace lo que puede. El elemento más relevante de todo esto es la angustia que esta experiencia mundial multiplica. La política tiene que ir a pararse ahí, a la angustia.