¿Cuáles fueron, históricamente, los contenidos culturales que ofrecieron algún refugio mental a sus contemporáneos? primero fue la religión; a ella le siguió el arte, la ciencia, luego la tecnología. Que debieron contar, en la estructura social respectiva, con servicios de protección y asistencia que ampararan al individuo, tanto de infortunios de la naturaleza como de ataques de los demás.
Y ya con la religión, fue la familia; por la necesidad de proteger al niño, ésta; y por la nostalgia del padre que aquélla suscita, más tarde, dada la angustia por todo lo que el destino depare, la creencia entonces en un padre que provea; y con poderes supremos.
Porque más tarde, en nuestra vida, esa angustia no cesa; podremos distraernos con pasatiempos o concentrarnos con el pensamiento o liberarnos con la imaginación (la ciencia, el arte), pero nos continuaremos preguntando por el sentido de la vida; interrogante implícito, precisamente, en todo sistema religioso, que dice darnos la respuesta total.
¿Será que justamente nos haremos la pregunta porque ya tenemos en la religión la respuesta que nos satisface… porque queremos creer en alguna trascendencia que sea la respuesta que brinde el amparo?
Desde el psicoanálisis se explica que lo inmediato es la sensación de nuestra “mismidad”: el yo, unidad independiente y demarcada de todo lo demás. Pero este yo se continúa hacia adentro (sin límites precisos) con una entidad inconsciente (el ello). Que se prolongaría a su vez, en “arquetipos” o figuras “ancestrales”, universalmente extendidos. De modo que además de reminiscencias personales habría grandes figuraciones inherentes a todo cerebro, “posibilidades humanas de lo que ha sido siempre”. Lo que explicaría la repetición de algunos argumentos y temas de leyendas, “bajo formas idénticas”. No es que se hereden pero sí que se daría siempre la “posibilidad de la figuración”. En capas más profundas que hacen a un “inconsciente colectivo” que es tanto sentimiento como pensamiento. Con “independencia relativa”… que algunos han vuelto a vincular con la religiosidad.
Sí mantiene el yo, límites que son más precisos con el exterior, aunque no sean inmutables. Desplegándose en ese espacio la conducta con un sentido dictado, en su origen, por el principio del placer. Si bien hay otro principio, el de la realidad, que sugiere prudencia, de modo de “evitar el sufrimiento [aún] relegando obtener el placer”. De donde: la aconsejable moderación, o las distracciones, o la sublimación (por la creatividad, por el afán de conocer…).
Pero así como la angustia primordial no cesa, tampoco lo hace esta aspiración a ser feliz. Lo que explicaría el carácter neurótico del hombre contemporáneo (de cuyo estudio ha surgido principalmente, la psicología misma). Carácter debido tanto a la frustración de tal aspiración –en parte por exigencias culturales- como a la decepción por los resultados del progreso tecnológico (epidemias, contaminación, acumulación de residuos).
E imagen de esa aspiración -acaso facilitada por la disminución del temor religioso-, parece haber sido en nuestra época, el amor sexual. “Que deja de lado el sufrimiento”, o hace creer que vale éste la pena (como vulnerabilidad, recelo, desasosiego) si es aquél su precio. Es claro que puede además aspirarse a un goce estético que armonice y equilibre, a un conocimiento que ordene la mente… pero cualquiera de esos casos, en una realidad experimentada hoy como insatisfactoria.
¿Vuelta a la religión entonces? O no ya posible, según unos; o que puede evitar la neurosis pero reduciendo la plenitud de la vida, según otros… o todavía necesaria, por aquella nostalgia en el amor protector.
De manera que no es sólo que seamos infelices por la caducidad de nuestro cuerpo o por la conciencia de nuestra finitud -cuando aquella esperanza religiosa se ha desvanecido-, sino también por nuestra propia realidad sociocultural en tanto que reducida a cultura de masas y en tanto que carente de eficaces y eficientes servicios sociales (de salud, educación, seguridad).
Entonces la pregunta central es acerca del valor que tiene nuestra sociocultura, para la felicidad. Que supone otros interrogantes: en su estructura, ¿los roles se asumen y se cumplen?, ¿las funciones se desempeñan?, ¿los servicios se prestan?... Y en una cultura social sólo de masas, ¿no queda acaso, más que el hombre impotente frente a una pantalla y un monitor?, ¿es él, por tanto, ciudadano, o tan sólo consumidor y votante?, ¿qué es más probable, la fina sensibilidad de una alta cultura que una buena educación permite alcanzar, o el predominio de la ignorancia resentida que la política explota?, ¿la utilidad como único fin (cuando no es más que medio), por el valor que las masas acuerdan al consumo ostensivo, y que la publicidad de las marcas fomenta?
Se ha pretendido generalizar la explicación de este descontento, diciendo que es condición inevitable de toda cultura la insatisfacción de instintos poderosos, y que esto genera necesariamente hostilidad hacia ella. Pero no toda cultura es igual y no debe perderse de vista su importante función. Ella permite ampliar las relaciones humanas a círculos sociales más amplios que el parentesco, al proveer de pautas y significados comunes que hacen posible una (al menos básica) reciprocidad de las perspectivas entre individuos diferentes. Permite en suma: la transmisión del conocimiento y la conservación de la estructura social.
Es verdad que la cultura restringe la libertad individual y la sexualidad genital. Pero no es menos cierto que no todo es sexualidad. Hay también un sentimiento de dependencia a la colectividad (no sólo desde lo ancestral) y hay además la búsqueda de un ideal personal. Si bien consistiría según cierta interpretación, en la exaltación del sentimiento de la personalidad. El sentimiento de placer se expresaría pues, según ese enfoque, como “sentimiento de poder”… que no deja de obedecer en el fondo –nos permitimos hacer ver- a un sentimiento de inseguridad e inferioridad; que es lo que le hace construir al individuo ese fin ficticio, esa (supuesta) voluntad de poder.
He aquí al hombre con su angustia existencial, arrojado a una realidad inhóspita y desamparado.
Y como sea que es hoy la cultura menos represiva en lo sexual (que cuando en el siglo pasado comenzaron a estudiarse y tratarse las neurosis), en su forma utilitaria no ha cesado de contribuir a masificarlo, desarraigándolo de su base y aislándolo de un entorno afectivo. Manifestación de ello no es ya sólo la neurosis sino la agresividad directa: lo que la competencia hacía reprimir en uno mismo y la generaba, se ha tornado actualmente clima general de una hostilidad que ya no se controla, ni por las instancias psíquicas en el individuo ni por las instituciones de la sociedad… muy lejos de aquel anhelo de felicidad del “amar y ser amado”.
Porque la competencia, ¿es deseo de ganar o necesidad de no perder… siendo como es, imperativo cultural? Entonces, la fuente es ese mismo sentimiento de inferioridad existente en una sociedad que le exige metas a un individuo que a la vez desampara… que aún sin violencia, permite se lo someta cotidianamente a una aspereza de trato donde el sarcasmo ha reemplazado al humor. ¿Qué reciprocidad amable cabe esperar, pues, en ella?