Cuando miro las nuevas olas, yo ya soy parte del mar.
Cuando miro las nuevas olas, yo ya soy parte del mar.
Charly, a años luz de su redención química, recuerda los buenos viejos tiempos, la juventud perdida. Quizás no se trata nada más que de eso. De la pérdida y el duelo. De qué va la vida. De ese mar incesante que llega y se va, a veces mansamente, otras con furia, dejando en la orilla nada más que resaca.
Charly canta sobre chicos que rompen guitarras, sobre cantantes que bailan en televisión, sobre Elvis, el rey, el único, el más grande, el que está vivo, mal que les pese a los refutadores de leyendas. En los discos, claro, pero también en las botas tejanas, en los sombreros de ala ancha y en las patillas espesas de esos hombres que son Elvis, sin serlo.
También en los casinos, en los de Las Vegas y en los de cualquier parte del mundo, hasta en el de Victoria, que en las noches de verano se esconde detrás de densas nubes de mosquitos. Que, a la distancia, en el interior profundo del Litoral, confunde sus luces de colores con las de una kermes de pueblo, sin serlo.
Elvis está vivo, entre las máquinas tragamonedas, al borde de las mesas de paño verde, en la barra donde repiquetea un torrente de tragos con nombres más sugestivos que las curvas de Cachorra, la eterna amigovia de Isidoro Cañones: Destornillador, Séptimo Regimiento, Cubalibre, Bloody Mary.
La agitación, el humo, las bolillas que dan vueltas y vueltas y vueltas en la ruleta, trazan un paisaje onírico. Entre jugadores decididos a arriesgar su fortuna y mujeres dispuestas a ayudar a la suerte, si se aguza la mirada, pueden verse rostros familiares, de la calle, de la pantalla.
Aquí, allá y más allá, entre las sombras, glorias de ayer y hoy sacian sus ansias de aventura como si fueran los buenos muchachos del Rat Pack de Frank Sinatra, aunque, hay que decirlo, no hay nadie que se les parezca menos, que tenga menos glamour, que una figura rosarina en plan ganador, en plan George Clooney en "La gran estafa".
Sí, aunque usted no lo crea, ese fue el gesto con el que Pablo Procopio llegó al agasajo que el casino entrerriano ofreció a la prensa. Traje oscuro, camisa blanca, corbata a rayas. Miraba sin ver, hablaba por celular como si en ello le fuera la vida, cuando en realidad lo único que quería era el número de teléfono de una belleza de zapatos rojos.
Nadie reparó en su presencia. Los invitados tenían cosas más importantes que hacer que aplaudir el numerito de un movilero de la radio. En el escenario estaba Cacho Fontana, el inolvidable conductor de "Odol pregunta", haciendo una parodia del programa de concursos que lo catapultó a la fama, junto a Lucía Galán, Luis Ventura y Jorge Lafauci.
Si hubieran empezado una guerra de pasteles, el espectáculo, que era a color pero parecía en blanco y negro, hubiera sido digno de un capítulo de "Los tres chiflados". Hilarante. Tanto que, en la primera mesa, Lidia Saita y Jorge Ferrari, el matrimonio televisivo de "Jacke Mate", no podía parar de reírse. Aunque nadie había contado un chiste.
En el clímax de la reunión hizo su aparición triunfal Ariel Bulsicco, que con vaqueros, remera y la piel sospechosamente tersa, parecía un teenager a punto de arrancarse la cabeza en una rave. No llegó solo, lo acompañaba un gordito anteojudo, con ínfulas de Clark Kent, aunque se notaba a la legua que no le llegaba a los talones ni a Guillermo Pardini.
Al verlo entrar, las chicas suspiraron. No todas. Sus compañeritas de trabajo, lo miraron con desaprobación. Flavia Padín, apretadita en un sweater blanco tenía un aire a Anita Ekberg en "La dolce vita", y Sonia Marchesi, divina sin el rictus gélido que le impone el noticiero, eran las reinas de la noche hasta su llegada y no querían por nada del mundo abdicar al trono.
En la mesa de los escritores, José L. Cavazza, el agudo entrevistador de "Más allá de las máscaras", tenía la cabeza adentro del plato de pollo grillé con finas hierbas que acababan de servirle. Tan abstraído estaba en la comida que, si lo hubieran rodeado media docena de conejitas de Playboy para invitarlo a subir a las habitaciones del hotel, no se hubiera dado cuenta.
Distinto era el caso de su colega, Pedro Squillaci, el autor de "Perfiles", un experto en exhumar historias del pasado y travestirlas de aventuras hollywoodenses. Más avezado en reuniones del ambiente, comía sin parar y al mismo tiempo no se perdía detalle de lo que pasaba a su alrededor. El fue quien, después de la tercera botella de Malbec, exclamó: "¡Elvis, allá está Elvis...!"
Quizás haber visto a los otros muertos vivos alimentó su fantasía. Quizás la mezcla de estrés laboral y vino de dudosa procedencia lo hizo ver visiones. Es difícil saberlo. Lo cierto es que, antes de que se acallara su grito, había desaparecido, escaleras abajo, rumbo a la sala de juego.
Tardó en volver, con el pelo revuelto y una expresión satisfecha. No dio con Elvis, ni siquiera se cruzó con Pablo Alarcón, que andaba por ahí, pero demoró más de la cuenta. "No quería cortar la racha...", se excusó, mientras le daba palmaditas a la billetera que atesoraba en el bolsillo de su pantalón. "Gané veintiocho pesos en las maquinitas", reveló.
Patricio Rey tiene razón. A veces gana, a veces pierde, como todo jugador.
Por Rodolfo Parody
Por Nachi Saieg