Es necesario dejar en claro que la noción de ser un buen padre o ser una buena madre está íntimamente ligada a la opinión de los otros semejantes. Pocas veces es una opinión personal. Más bien se plantea, en cada uno de nosotros, como una gran duda; y esperamos (en la mayoría de los casos) que sean los demás quienes se encarguen de confirmar o de desestimar esa opinión.
En general este veredicto, el de si somos buenos o malos padres, nos llega del pediatra, de los docentes y también de nuestros amigos, colegas y de algunos otros, como podría ser tal vez de parte de algún vecino que escucha conversaciones, gritos o peleas paredes de por medio.
También y principalmente estas aseveraciones sobre nuestras bondades o desaciertos surgen de nuestros propios padres y hermanos. Ya sea porque hablamos con ellos y tenemos una comunicación fluida (en la que queda en evidencia prácticamente todo lo que hacemos como padres) o simplemente como una referencia inconsciente que nos lleva a imaginar lo que ellos nos dirían; lo que ellos harían o lo que ellos hicieron con nosotros mismos en situaciones comparables.
Comparación. Tal vez esta referencia nos permita recordar que en algunos casos nos sobreprotegieron, en otros momentos (ellos desconcertados) no supieron qué hacer con nosotros y en otros momentos nos dejaron abandonados a nuestra propia suerte. Por lo tanto dicha comparación entre nosotros y nuestros propios padres puede resultar dudosa o al menos compleja.
Quiero decir que he aprendido, luego de escuchar el relato de muchos padres y madres durante más de veinte años, que no es habitual pensar que podemos ser buenos padres como una certeza personal. Y si en algún momento logramos semejante estado de bienestar serán entonces nuestros propios hijos quienes se encargarán, de modo franco (y por momentos virulento), de volver a hacernos sentir en el estado habitual: el de no ser buenos padres.
Por lo tanto les planteo una evidencia, si hay sujetos que logran destrozar nuestras convicciones de buenos padres, esos son nuestros propios hijos.
La práctica clínica con niños, adolescentes, padres y el trabajo institucional en organizaciones escolares me enseñó que la "torpeza" logra instalarse y conquista un escenario próspero cuando, como adultos, nos mostramos poco dispuestos a pensar de qué se trata la crianza de los hijos por un lado o poco dispuestos a pensar, como profesionales de la salud, cuál es la intervención más conveniente más allá de las teorizaciones que se pudieran hacer.
Contexto. Corresponde aclarar que el hecho de que esa torpeza se haya instalado como un estilo de muchos adultos contemporáneos no es sólo culpa de ellos. Hay un contexto social propicio, especialmente generado por los medios masivos de comunicación que estimulan, a través de un mensaje subliminal (y otras veces no tanto) la frivolidad, el todo vale y la desresponsabilización de las acciones de transgresión. Hay una especie de naturalización de las transgresiones en la que nuestros hijos están involucrados y lo manifiestan diciendo: "Y bueno, viejos, no es para tanto".
Si bien como psicólogo de niños, adolescentes y familias he recibido durante más de veintidós años padres desconcertados frente a los imperativos de la crianza, debo confesarles que detrás de muchos de esos padres perturbados e intranquilos emergían sujetos fundamentalmente torpes; pero no torpes verdaderos sino personas torpemente influenciables. Es decir sujetos que creían que no tenían la capacidad de pensarse a sí mismos en el rol que les tocaba socialmente cumplir y que creían que necesitaban de un profesional para descubrir dónde se equivocaban o fallaban en su función. He aprendido que los padres que consultan no son "culpables" sino torpes porque no se dan tiempo para pensar: qué pasa con sus hijos fuera de la vista del adulto; quiénes son los hijos, realmente, más allá de lo que se ve; qué necesitan los hijos, sustancialmente, para sus vidas, qué quieren los hijos realmente, más allá de los anhelos que cotidianamente formulan.
Conducta. ¿Quiénes son esos pequeños o grandes sujetos que deambulan por la casa y por la vida logrando sacar de quicio a los adultos del entorno? Sacar de quicio quiere decir sacar del marco, del contexto en el que se supone que tienen que estar esos padres. Y, que por alguna razón que no logra ser descifrada muy inmediatamente, generan en los adultos de ese entorno (padres y maestros) una conducta de claudicación. Nada peor para un hijo que ser testigo de la resignación de sus padres y de los adultos de su contexto social.
(*) Del libro de F. Osorio "Cómo ser buenos padres ... a pesar de los hijos", Editorial Planeta (2013). Extracto publicado con autorización del autor.