Cuenta Margarita Ronco que Alfonsín, aprovechando sus últimos hilitos de vida,
le pedía en estos días que le leyera los diarios. Y que ella se acercaba y le susurraba títulos y
contenidos. Cuenta que todo esto ocurrió hasta que el ex presidente se fue acurrucando en el
entresueño en el que se apagó su vida. Es que Alfonsín era así: un tipo absolutamente comprometido
con el tiempo que le tocó vivir. Parecía, y era, un hombre campechano y bonachón, pero disponía a
su vez de una energía arrolladora que administraba con el dominio de los que ocupan por naturaleza
el lugar de los que mandan.
Margarita va a extrañar mucho a ese hombre del que habla con infinita ternura,
nosotros seguramente también. No es común, en los tempestuosos tiempos que corren, ver a hombres
que logran pasar por el poder resguardándose cálidos y sencillos.
Tuve el privilegio de cubrir varios de los viajes presidenciales de Raúl
Alfonsín y atesoro infinitos recuerdos. Me viene la imagen de Marga corriendo a la comitiva
presidencial por las calles de Roma con aguja e hilo en mano, obsesionada por un botón flojo en la
camisa presidencial. Costaba meter a este hombre imponente dentro de un traje elegante cuando tenía
la cabeza afiebrada por otras cuestiones, siempre más trascendentes e inquietantes que el buen
lucir.
Era por naturaleza desaliñado pero disponía de la sublime elegancia de los que
registran con precisión a los otros. Nunca dejaba de saludarnos, a todos, a cada uno: en Roma, en
Madrid, en Filipinas o en Canberra, todos los días, estuviéramos donde estuviéramos. Alfonsín
registraba su entorno con una naturalidad sorprendente: miraba a la gente, tocaba y se dejaba
tocar. Era encantadoramente cariñoso pero cuando algo lo enojaba levantaba el tono. Solía dejarse
llevar por calenturas y arrebatos con quien se le cuadrara, pero regresaba de sus destemplanzas con
una justificación atendible o un pudoroso pedido de perdón.
Me banqué sin temblar varios de sus enojos en medio de una nota de asalto, de un
reportaje. Sabía, como tantos otros, que no lo animaba nunca el encono, el rencor o la desconfianza
cuando se destemplaba. Lo conocíamos sincero a más no poder, convencido de sus ideas,
"políticamente incorrecto", como lo definió Kirchner, si por esto entendemos decir y expresar
siempre y sólo lo que se siente y piensa.
Dueño y señor de sus convicciones, Alfonsín fue un hombre valiente. Desafió los
límites de su tiempo político. Buscó, tomando riesgo, la verdad y la justicia. Sólo lo detuvo el
límite infranqueable para su conciencia: el de exponer la vida de los otros. Para él todos éramos
únicos e irrepetibles. Enérgico y temperamental, apasionado y consecuente. Siempre se daba el
tiempo para reacomodar sus impulsos y retomar la templanza. Los fuertes impulsos de su temperamento
lo sostenían pero no lo perturbaban a la hora de decidir.
¿Cabe la palabra amor cuando se habla de política? ¿ Suena inocente preguntarse
cómo hizo este hombre que llegó a lo más alto del poder para retener este enorme caudal de capital
amoroso, cuando su tiempo estuvo atravesado de tantos estremecimientos, cuando sobrellevó revueltas
militares, asonadas rebeldes, hiperinflación, saqueos y fracasos parlamentarios? ¿Recuerda la gente
la precipitada entrega del poder en un país incendiado?
"Tenemos que querernos más entre nosotros", dijo en uno de sus últimos
discursos. Se fue siendo querido como pocos y nos habilitó con su partida un espacio de reflexión y
recogimiento, un regreso estremecido por la emoción a un mundo de valores que, en este momento
destemplado y brutal, bien vale recuperar, y que él seguirá representando como ningún otro hombre
político de este vertiginoso tiempo que nos toca vivir.