El video de la muerte por decapitación del periodista norteamericano James Foley, reconocido como verdadero por Estados Unidos, Inglaterra y la propia familia de la víctima, se ha convertido en la mejor publicidad del fundamentalismo islámico para reclutar militantes a través del mundo entero.
Aunque las imágenes de esa barbarie son inequívocamente repugnantes, jóvenes desquiciados en distintas partes del planeta las decodifican probablemente de otra manera: una causa mística y justiciera, un objetivo de vida concreto, el ideal de pertenencia a un grupo armado que lucha una "guerra santa" y la sumisión del enemigo de rodillas ejecutado por un guerrero poderoso y valiente que empuña un cuchillo. Con seguridad hay muchas otras.
Los servicios de inteligencia ingleses creen que quien decapitó a Foley es un británico de 23 años llamado Abdel-Majed Abdel Bary que se sumó a la banda del Estado Islámico que autoproclamó un califato en distintas zonas de Irak y Siria. Este joven, si efectivamente se comprueba que fue el asesino del periodista, es uno de los tantos hijos de inmigrantes musulmanes en países occidentales que se radicalizan y se integran a estas bandas en distintas partes del mundo. Vivía en la zona oeste de Londres, se dedicaba a la música y en algún momento de su vida se le encendió la luz de la "guerra santa" en su interior. Antes de asesinar a Foley se conoció otra imagen en internet donde se lo ve sosteniendo una cabeza bañada en sangre.
La radicalización de estos jóvenes no sólo sucede entre descendientes de inmigrantes musulmanes, sino también con otros sin ninguna relación ancestral con el Islam ni otras confesiones. Después del "lavado de cerebro" algunos regresan a sus países de origen desde las zonas calientes de combate y se convierten en células "dormidas" dispuestas a cometer atentados cuando se lo indiquen.
Pese a que se estima que en Siria hay una treintena de periodistas locales y extranjeros secuestrados por distintos grupos armados, algunos medios de comunicación siguen enviando corresponsales a cubrir una guerra civil que ya ha causado 200 mil muertos en casi tres años y medio de combates. Vice News, un sitio web con cobertura internacional, difundió una serie de videos de uno de sus periodistas junto a los milicianos del Estado Islámico a medida que iban conquistando poblaciones del norte de Irak. Allí se ve con claridad, además de las matanzas que produjeron, cómo niños de once años y también mayores se suman voluntariamente al grupo para combatir por una causa que no comprenden mucho, pero que sin embargo les cambia inmediatamente la perspectiva de la vida miserable que vienen llevando.
Las imágenes de la decapitación del periodista Foley fueron vistas por millones de personas alrededor del globo y sin dudas su mensaje subliminal penetra con profundidad y es un factor motivante a la acción en un porcentaje de jóvenes que es difícil cuantificar. También las cabezas de soldados sirios colgadas sobre una reja después de un fusilamiento masivo cometido por milicianos del Estado Islámico tienen el mismo efecto.
El periodista Roger Cohen, corresponsal del The New York Times en Londres, publicó esta semana una interesante nota, "The Making of a Disaster" (reproducida por algunos diarios argentinos), donde da algunas pistas para entender la radicalización de jóvenes británicos, unos 800 se calcula, que ya están en Siria o Irak sumados al Estado Islámico o bandas similares. En el artículo se cita a Ghaffar Hussain, presidente de la Fundación Quilliam, una entidad inglesa que lucha contra el extremismo islámico. Según Hussain, "hay muchos jóvenes musulmanes británicos confundidos con su identidad que compran un estrecho relato del bien contra el mal que los jihadistas les venden. Les ofrecen camaradería y certezas y los hacen sentir parte de una gran batalla. Gran parte del fracaso de Occidente ha sido la incapacidad de contrarrestar esa atracción por el extremismo", explicó.
El caso Pearl. Tal vez quien asesinó a Foley haya visto de niño imágenes con el mismo contenido de esa decapitación, que son movilizadoras de mentes permeables a concretar terribles acciones similares. Daniel Pearl fue un periodista norteamericano secuestrado en Karachi, Pakistán, en enero de 2002 y decapitado 9 días después. Las imágenes de ese crimen cometido por un grupo paquistaní vinculado a Al Qaeda también dieron la vuelta al mundo a través de las redes sociales. Pearl tenía la doble nacionalidad americana- israelí y trabajaba como jefe de la corresponsalía en Bombay del diario norteamericano Wall Street Journal. Había viajado a Paquistán a buscar información para una nota sobre el caso del terrorista Richard Reid, también británico, que quiso volar un avión comercial en pleno vuelo con explosivos escondidos en sus zapatos. El caso, conocido como el "Shoe Bomber", cambió el paradigma de los controles en los aeropuertos de todo el mundo, que a partir de ese momento exigen a los pasajeros sacarse el calzado para ser escaneado por las máquinas de rayos. En diciembre de 2001, Reid de 28 años en ese entonces, abordó en París un vuelo de American hacia Miami con explosivos que quiso detonar dentro del avión, pero que no pudo hacerlo por una falla en el mecanismo de ignición de la bomba y porque fue reducido por los pasajeros. Reid, nacido en Londres, es hijo de un inmigrante jamaiquino con antecedentes delictivos. El joven, hoy preso en Estados Unidos, siguió ese modelo paterno y había estado en prisión en Inglaterra varias veces por delitos menores hasta que una vez por consejo de su padre se convirtió al Islam estando en la cárcel. Cuando salió en libertad viajó a Paquistán y Afganistán donde se radicalizó y volvió a Europa con la misión de hacerse explotar en un avión para derribarlo en vuelo.
El periodista Daniel Pearl, de 38 años cuando lo mataron, tenía en Karachi una entrevista acordada con una fuente que le daría pistas para seguir el tema del fallido intento de hacer explotar el avión de American. En el trayecto hacia el lugar de encuentro fue secuestrado por una banda armada. A los pocos meses, su mujer dio a luz a un bebé.
El padre de Daniel Pearl, durante un homenaje a su hijo realizado el año pasado en Jerusalén, expresó algunas palabras que hoy todavía resuenan: "Quiero decirle a mi nieto (de 10 años en ese momento y presente en la ceremonia) que la muerte de su padre ha causado una revolución en la lucha de la sociedad contra la barbarie". Desafortunadamente, 16 meses después de esa frase James Foley, de 40 años y de familia católica practicante, corrió la misma suerte que su colega Pearl.
Más casos. El secuestro de periodistas o turistas en Medio Oriente y también en África se ha tornado una estrategia vital para distintos grupos armados que no siempre persiguen los mismos objetivos, pero que sin dudas están emparentados por el terror. Los milicianos del Estado Islámico prometieron ejecutar a otro periodista norteamericano que mantienen cautivo, Steven Sotloff, secuestrado en agosto del año pasado cerca de Alepo, Siria. Sotloff vivió mucho tiempo en Yemen, habla árabe y admira la cultura del Islam tanto como a su Miami natal. Sin embargo, sus captores prometieron decapitarlo si Estados Unidos continúa bombardeando las zonas que controla el Estado Islámico.
Por recomendación del gobierno norteamericano a los familiares de los periodistas secuestrados, su situación se ha mantenido en silencio, incluso cuando hubo una operación militar fallida que intentó rescatar a Foley y a otros. La política de Estados Unidos e Inglaterra es no pagar los rescates que en casi todos los casos las bandas armadas le ponen a la cabeza de quienes mantienen cautivos. Por eso llamó la atención la liberación, el domingo pasado, de Peter Theo Curtis, un periodista norteamericano en manos desde hacía 22 meses de un grupo islámico llamado Al Nusra. O hubo un cambio en la estrategia o la liberación se gestó de otra manera. A Foley, antes de matarlo, le habían puesto un precio de 100 millones de euros, que Estados Unidos se negó a pagar.
Los europeos, en cambio, mantienen otra estrategia a la hora de negociar con los captores de sus ciudadanos, sean periodistas, trabajadores o turistas. No lo admiten públicamente pero pagan rescates millonarios que, de alguna manera, contribuyen indirectamente al financiamiento de las bandas terroristas. Alemania, Italia, Francia y otros países del Viejo Continente han dado mucho dinero por sus compatriotas en cautiverio.
El secuestro se ha vuelto un gran negocio tanto para las diferentes ramas islámicas radicalizadas que combaten por la "guerra santa", como también para delincuentes comunes a la espera de un pez gordo canjeable por una fortuna. Sólo en el Sahara africano se calculan que unos 90 extranjeros de países occidentales fueron capturados desde 2003.
Además de los periodistas secuestrados en Siria o tal vez el norte de Irak, permanecen cautivas unas doscientas adolescentes cristianas nigerianas a manos de un grupo ultraislámico llamado Boko Haram. Algunas fueron vendidas como esclavas y todas forzadas a la conversión religiosa. Desde abril pasado no se sabe nada de ellas.
Dilema. ¿Pagar o no pagar?, ¿combatir a las bandas armadas en sus territorios o ignorarlas? En los más altos niveles oficiales de varios gobiernos occidentales seguramente se está debatiendo el tema sobre cómo liberar a los cautivos. Sin embargo, son respuestas de coyuntura que no transitan el fondo de la cuestión: cómo contrarrestar la creciente ola de radicalización a nivel mundial que por ahora mayormente afecta a ciertas zonas del planeta pero que irremediablemente llegará a Occidente con más fuerza de lo visto hasta ahora en Buenos Aires, Nueva York, Londres o Madrid.
Seguro que la opción militar no es la única solución. Un abordaje mucho más amplio del fenómeno que contemple factores culturales y socioeconómicos es imperioso si se pretende que las próximas generaciones no vivan en un polvorín globalizado.