Hace unas semanas el mundo aguardaba expectante el resultado del encuentro entre
los presidentes Obama y Hu Jintao: ¿cómo enfrentarían el desafío del cambio climático los líderes
de las dos naciones con mayores emisiones de gases de efecto invernadero? ¿Produciría este
encuentro un escenario óptimo para la conclusión de un acuerdo exitoso en Copenhague?
La decimoquinta Conferencia de las Partes de la Convención de Naciones Unidas
sobre Cambio Climático (COP 15) estará ya en plena ebullición cuando este artículo sea publicado.
Seguramente para entonces, parte de la expectativa haya desaparecido. Sin embargo, y seguramente,
una de las claves para el éxito en la lucha contra el cambio climático aún seguirá siendo un
misterio: ¿concluirán las partes un acuerdo legalmente vinculante o se conformarán con una serie de
compromisos políticos?
Cuando los presidentes Obama y Hu Jintao anunciaron que alcanzar un acuerdo en
Copenhague no sería posible, la decepción nos invadió. Afortunadamente, ésta sólo duró 48 horas, ya
que el presidente Obama rápidamente declaró que la próxima ronda de negociaciones debería abarcar
todos los elementos en juego y tener resultados operativos inmediatos. Una semana después, Estados
Unidos se comprometió a "una reducción del 17 por ciento de sus emisiones para el 2020 tomando como
base sus emisiones al año 2005, y a llegar a una disminución del 83 por ciento para el 2050". China
le siguió y dobló la apuesta al anunciar planes para reducir sus emisiones de dióxido de carbono
por unidad de PBI en un 40 por ciento a 45 por ciento en base a sus niveles de 2005 y todo esto
para el año 2020.
Copenhague, en una palabra, seguía intacto, pero muchos aconsejaban precaución.
Dos cuestiones quedan todavía por ser dilucidadas: la primera, si un acuerdo jurídicamente
vinculante sobre cambio climático, el tipo de acuerdo que asegure la sostenibilidad de planeta,
será alcanzado o no; la segunda, si éste será global o al menos lo suficientemente global.
La cuestión de un acuerdo legalmente vinculante versus un compromiso meramente
político se ha convertido en el último obstáculo a superar en las negociaciones climáticas. Un
acuerdo jurídicamente vinculante se impone por muchas razones. Para empezar, un resultado de tal
tipo, alentaría la confianza y quizás acercaría posiciones entre los Países Anexo I (países
industrializados y economías en transición con la obligación legal de reducir emisiones de gases de
efecto invernadero) y los Países no-Anexo I (países en vías de desarrollo sin obligaciones de
reducción de emisiones). En algunos casos, esta desconfianza se debe a la falta de cumplimiento de
compromisos financieros y tecnológicos de los primeros y a la resistencia de algunos de los
segundos para aceptar metas de reducción obligatorias atadas a un sistema de monitoreo y
verificación.
Un acuerdo legalmente vinculante es aún más importante si se considera que las
propuestas unilaterales de reducción realizadas por distintos países no lograrán mantenernos dentro
del nivel de seguridad aconsejado por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Este límite
infranqueable se refiere a un aumento de 2 grados Celsius en las temperaturas promedio del planeta
para el año 2100. De hecho, el renombrado Instituto de Sustentabilidad de Vermont sostiene que, aun
cumpliéndose los compromisos anunciados unilateralmente, el incremento de temperatura rondaría
entre los 2,8 y 3,7 grados Celsius para el 2100.
Por otra parte, toda reducción de emisiones requerirá de la participación del
sector privado. Este sector tendrá un rol esencial en la lucha contra el cambio climático y será
difícil que invierta en tecnologías limpias y de bajo carbono sin un marco de acción claro y
predecible. El redireccionamiento de nuestra economía hacia una de bajo carbono requiere entonces
tanto de metas como de reglas ciertas.
¿Pero, debemos empecinarnos con que se logre un acuerdo legalmente obligatorio?
Después de todo, puede ser preferible demorarnos unos meses en lograrlo si con ello garantizamos un
acuerdo exitoso, en vez de apurarnos y terminar con un conjunto de reglas poco ambiciosas.
Nuevamente, dos puntos merecen responderse: primero, ¿será el futuro próximo tan diferente del
actual como para hacernos pensar que los países estarán más dispuestos a alcanzar un acuerdo
realmente ambicioso? En segundo lugar, si continuamos posponiendo decisiones cruciales, ¿no
arriesgamos que las negociaciones climáticas se conviertan en un proceso similar al de la Ronda de
Doha, tristemente conocida por arrastrar ad infinitum la toma de decisiones sin lograr resultados
de verdadera importancia? Además, ¿no arriesgamos que la demora en el proceso genere aún más
desconfianza?
Asumamos, entonces, que logramos un acuerdo. Evidentemente, es deseable que sea
tan global y comprensivo como sea posible si lo que se busca es el éxito en la lucha contra el
cambio climático. ¿Pero cuán realista es esperar que los compromisos de reducción sean realmente
globales? Para empezar, los Países no-Anexo I rechazan revisar esta categorización. De esta manera,
se niegan a que ciertos países en vías de desarrollo queden fuera de esta categoría y que, por lo
tanto, se vean obligados a reducir sus emisiones de dióxido de carbono. China es uno de estos
países.
El problema subyace en que la clasificación realizada en Kyoto entre Países
Anexo I y Países no-Anexo I, responde a una realidad histórica, tecnológica y económica que ha
cambiado drásticamente a lo largo de la última década. La China, India y Brasil de hoy, no son la
China, India y Brasil de hace 12 años, cuando el Protocolo de Kyoto fue inicialmente adoptado y,
mucho menos, aquellos que eran en 1990, el año base elegido por Kyoto para medir los niveles de
reducción de emisiones. Estos países son hoy gigantes económicos emergentes. La categoría de Países
no-Anexo I incluye, por lo tanto, grandes economías que comparten derechos de emisión similares o
aun mayores que algunos Estados isleños muy vulnerables. Esta situación, aunque injusta y
básicamente inaceptable, puede ser remediada de una manera que satisfaga todos los intereses.
La humanidad afronta un desafío colosal, probablemente el más complejo que jamás
haya afrontado. El cambio climático implica un riesgo enorme para todos y en particular para los
más vulnerables y las generaciones futuras. Es por ello que debemos comprender que no seremos
juzgados por las dificultades transitorias de nuestro tiempo, sino más bien por el coraje que
tengamos para tomar decisiones que repercutan positivamente en nuestro futuro común.
(* ) Ex presidente de Chile y titular del Club de Madrid