Hay muchas formas de fomentar el interés de los chicos por ir a la escuela, y muchas veces ellos mismos encuentran sus motivaciones. Pero en la isla El Espinillo, tienen una tan fundamental que no necesitan incentivo extra. Es que allí, la escuela es la única porción de tierra firme que les queda para correr y jugar. El resto de la isla está bajo agua, y en sus casas sólo pueden ir de las pequeñas habitaciones a las canoas.
Así vive la isla desde hace más de 20 días, cuando el río subió y alcanzó las habitaciones más bajas de las precarias viviendas, y cubrió buena parte de los pilotes que sostienen las más altas. Los isleños bajan a los botes para hacer sus trabajos, las mujeres quedan arriba de las casillas y los chicos, con suerte, alcanzan un poco de libertad en el predio de la escuela Nº 1.139 Marcos Sastre, ubicada justo enfrente de las grandes torres que se levantan en puerto Norte, y donde todavía queda terreno seco.
Aunque los más memoriosos aseguran que esta crecida está lejos de las más catastróficas que sufrieron, los isleños no esperaban esta situación.
En el lugar. La Capital estuvo allí el viernes, en momentos en que se desplegaba desde el municipio de Rosario y la provincia un operativo sanitario y de asistencia con entrega de colchones, ropa y alimentos, se vacunó contra el tétanos y la hepatitis B y se proporcionó medicación preventiva contra la leptospirosis. Allí, Cristina Calliegri, de 40 años, hacía ver a su hijo Ismael, de cinco, por un médico del Sies. El chico estaba con fiebre y se notaba.
En el lugar hay 24 familias (28 chicos y 56 adultos) afectados por la crecida, pero los habitantes que se meten río adentro aseguran que en el Charigüé y en el Barrancoso la situación es igual y aún peor.
En el barrio de pescadores que se levanta en la llamada boca del Saco las casas que se levantan sobre los pilotes más altos se salvan del agua, pero ya no tienen tierra. Allí se veía a un muchacho haciéndole el “aguante” a la casita anegada. Tenía las botas puestas y pescaba desde la puerta. Julieta Tripi es maestra de jardín en la 1.139. Tiene siete alumnos de entre 3 y 5 años. “Están acostumbrados a lidiar con el río, pero ahora quieren venir a la escuela porque está más alta, y aquí pueden correr”, contó a este diario.
Astrid Carrera tiene 15 años. Vive con su pareja en una de las primras casas de la antrada. El agua ya entró en parte baja de su casa, así que tuvieron que subir todo al piso de arriba. Carina Foca es de la isla La Invernada, del otro lado del Saco.Todavía le queda medio metro para que el río termine de tapar los pilotes de su rancho, y como los otros habitantes, cuando sale, baja directamente a la lancha. En su casita están viviendo dos familias y son en total nueve personas. Mirta Carrizo, de 18 años, se fue a su casa con la familia, que vive de la pesca, porque a la suya la alcanzó el río. Carina tiene una oveja, una chancha y gallinas. “Las dejé en un pedacito de tierra firme que quedó por allá”, dijo, señalando un lugar invisible.
“Escape”. Rubén Ferreyra es el director de la escuela. Está allí desde hace tres años. Vive en San Jerónimo y cruza a la isla todos los días. En el establecimiento, contó, los chicos desayunan y almuerzan. Después, los más chiquitos vuelven a sus casas, pero los de los grados más avanzados se quedan un rato más.
La escuela tiene 22 alumnos, ocho de ellos en el nivel inicial. Pero ahora no todos están yendo, porque a los padres se les dificulta el traslado. “A veces no tienen la lancha disponible porque los padres salieron a pescar. Cuando podemos, los vamos a buscar, se juntan los hijos de dos o tres familias en una casa y de allí vienen. Quieren estar en la escuela porque este es su lugar de escape; si no lo hacen, se tienen que quedar adentro todo el día”, reveló.
El docente está satisfecho porque, a pesar de la adversidad, reciben mucha ayuda. "Nombrás a la escuela y siempre hay gente que se ofrece para dar una mano. Es algo mágico", aseguró.
Con los pies en el agua. Las historias se repiten. Y ellos las cuentan con pocas palabras. Raúl Alberto Carrizo vive sobre el Saco con su esposa y sus tres hijos. "El río empezó a crecer y crecer. Fue bastante de golpe. No esperábamos esto", confesó, y dijo que hacía ya algunos años que no vivían esta situación.
Al que ya nada le asombra es a Saturnino Garate. Tiene 85 años y vive en la isla desde 1963. Sabe de crecidas, inundaciones y diluvios. Desde que enviudó vive solo, "desgraciadamente", lamenta. Los vecinos lo ayudaron a subir todo lo que tenía en la cocina, que está a nivel del suelo, y llevarlo a la parte alta, donde tiene un ambiente aparte del dormitorio en su casilla de chapas y maderas.
Marta Zendra también tiene su casa sobre el Saco, donde vive con su esposo, a quien ayuda en la pesca. "Tengo el patio cubierto de agua, la cocina inundada y dos escalones de la escalera tapados. Algunas cosas, como la mesa de la cocina, las tuvimos que colgar del techo porque ya no entraban arriba", recordó. Tiene gallinas, ganzos y patos. "Por suerte tengo un gallinero alto y pude subir a los animales al techo", se alivia. Marcelo Zendra es primo de Miguel Angel, el papá del afiebrado Ismael. Ahora está solo porque su mujer y su hijo de ocho años se trasladaron a Rosario. Todavía recuerda la creciente del 98. "Esa sí que fue brava", rememoró. Cerca suyo estaba Carla Garate, de 20 años. Vive con la mamá, el papá, dos hermanos, el esposo y sus dos hijos. El más grande, de cuatro años, va a la escuela. "Los chicos están encerrados en la casa, tenemos miedo de que se caigan al agua y se ahoguen", dijo con angustia.
Entre colchones, bolsas con ropa y cajas de comida, este viernes corrían y se divertían Jesús, de nueve años, y Agustina, de siete. Locuaz, Agustina contó que antes iba a una escuela de Rosario pero después volvió a la isla. "Allá tenías recreo y todo eso, pero no tantos juguetes como acá".
Así es la vida en El Espinillo. Sus habitantes subsisten con la pesca y algunos con la cría de animales. El río les suele jugar una mala pasada, los invade y los inmobiliza. Ellos saben que el agua alguna vez bajará. Quizás en un par de semanas empiecen a volver a la normalidad. Por ahora, miran los camalotales desde las ventanas de sus precarias viviendas, en un ritual donde sólo cabe la espera. Y mientras tanto, los chicos buscan en la escuela el refugio que les permita correr sobre la poca porción de tierra firme que le queda a la isla.