—Había una vez una mujer, un hombre y el amor. Si, el amor, porque se amaban. Luego vinieron
los hijos y el amor se colmó de otros amores.
—¿Había una vez? Pero Candi, como inicio de una historia es pueril, acaso demasiado
inocente y romántico.
—¿Y no es preferible?
—Bueno, siga, siga.
—Como dije, había una vez una mujer, un hombre y el amor. Si, el amor, porque se
amaban. Luego vinieron los hijos y el amor se colmó de otros amores. Pero casi con la llegada de
tanta dicha, llegaron los otros, los espectros depredadores. ¿Pregunta el lector si nuestra pareja
era de clase pobre, media o rica? ¿Si era de alto intelecto, de color blanco, negro o amarillo?
¿Pero es que acaso “ellos” han realizado alguna vez acepción de personas?
—Continúe, continúe, lo escucho.
—Así, con la llegada de los monstruos, los sueños se desvanecieron, las esperanzas se
frustraron. Cansada la fe se entregó al letargo. Y al fin, aquellos enamorados fueron cautivos de
las garras de las horrendas criaturas.
—¿Cuáles eran esos monstruos, mi querido Candi?
—Los hacedores de la injusticia, de los derechos devastados, como al trabajo, al
salario digno, a la educación apropiada para los hijos, a la salud considerada.
—¿Cuáles más?
—La ausencia del derecho a vivir en paz y sin temores, a vivir libres de la acción de
narcotraficantes, criminales decididos a ahogar a chicos y jóvenes y familias completas en el túnel
de la nada para siempre. La ausencia de los derechos a escuchar la verdad y no ser descaradamente
engañados; al hogar; a la familia; a vivir cobijado y no ser cada tanto, por las descarnadas leyes
del mercado, meros objetos desalojados. En fin que había una vez un hombre y una mujer que se
amaban. Y tenían sueños, abrigaban esperanzas. Pero los monstruos los mataron. A ellos y a sus
queridos padres; a ellos y a sus amados hijos. Por eso en este domingo, a mi larga lista de pecados
quiero añadirle uno bien grande...
—¡¿Uno bien grande, Candi?! ¡¿Cuál?!
—Maldigo a los monstruos que ya conocemos. Los maldigo mil veces. Que la ira del
universo se abata sobre ellos. Que sus corazones beban del ajenjo de la vida. Que lloren hasta
ahogarse en la pena de todas las penas. Como te ahogas vos y tus amados, querido lector, de una y
mil formas sin que los malditos se apiaden. Había una vez una mujer y un hombre y había también
tierna algarabía infantil y jóvenes hijos y hermosos abuelos, y sueños e ilusiones. Y había
esperanza y había fe y había amor. Pero vinieron ellos y todo lo arrasaron. Los maldigo, pero que
no se pierdan; que purificados por el dolor vuelvan comprendiendo esa tristeza que te ahoga,
querido lector.
Candi II
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