Un columnista de otro periódico, amigo mío, me cuenta que atraviesa una depresión grave. No es capaz ya ni de escribir, pero tampoco puede prescindir del dinero que le proporciona su colaboración. Se ha puesto a tratamiento y me pide que escriba sus columnas mientras se recupera, firmando naturalmente con su nombre. El pedido me desconcierta y el fraude que me propone me asusta. Pero finalmente la solidaridad puede más que la aprensión y acepto. Durante unos días repaso y anoto sus rasgos de estilo (sus estilemas, que dicen los forenses). Me fijo en el uso que hace de las conjunciones (le encantan las coordinadas ilativas), en el pavor que muestra hacia los adverbios, en su querencia por las oraciones de relativo... Luego hago un repaso de los contenidos temáticos en los que se muestra más cómodo. Me doy cuenta de que, más que virtudes, lo que hallo en su prosa son patologías. Tal vez las patologías constituyan sus aciertos, pues se trata de un escritor al que admiro.