Hace ya muchos años que España debería haber tenido un ministerio específico para las relaciones con América Latina. Nada que ver con el pasado imperial, mejor dicho, con el talante imperial, y todo que ver con unos países con los que nos une mucho más que coyunturas políticas más o menos favorables. Lo del pasado común, lo de la lengua común, lo de tantas y tantas historias comunes, no hace falta contarlo mucho porque basta con estar un poquito de paseo por cualquiera de los países latinoamericanos para darse cuenta de ello. Ahora, y desde hace casi cuarenta años, las razones se han multiplicado, porque esa relación especial se tiene que producir sobre una base muy clara: las normas de la democracia.
Con Venezuela vivimos un momento tan delicado como posiblemente creativo en la actualidad. Desde que Chávez comenzó a incendiar las tribunas públicas, desde que el rey Juan Carlos soltó aquel celebrado "por qué no te callas", las relaciones han estado basadas en una disputa que no es la normal entre dos países no sólo soberanos, sino unidos por demasiadas cosas como para que las rompa un político de mal humor.
Nadie en Venezuela con algo de democracia en sus venas puede acusar al expresidente de intromisión
Entre los opositores a Maduro hay muchas personas de origen español, tantas como las que le apoyan. A muchos les sorprenderá saber que una buena cantidad de familiares de exiliados republicanos están en la oposición en Venezuela. Y ellos no son ni mucho menos unos fascistas, sino por el contrario, grandes defensores de las libertades públicas. De estos ciudadanos se ha nutrido en gran manera la inmigración de "vuelta" de venezolanos a España que se ha producido en estos años.
Felipe González ha tomado partido. Un espléndido partido, al aceptar participar en la defensa de opositores encarcelados. Maduro no le ha regateado piropos, y la fiscal general venezolana ha explicado que no puede actuar como defensor. Pero Felipe sí puede actuar como asesor de la defensa. Y mucho más que eso, puede actuar como un representante legítimo de los demócratas españoles, con un título que le hace tener una representatividad superior a la que tendría cualquier otro político europeo. Por suerte, esta vez hemos tenido una diplomacia inteligente, y el ministro Margallo ha decidido apoyar la gestión de González.
Felipe ha conseguido que se rompiera el falso discurso que identificaba a Maduro con la izquierda. La izquierda en Venezuela y en España sólo puede identificarse con la democracia y sus normas. Los demócratas venezolanos tienen que ser apoyados desde ese punto de vista.
Esta vez, y esperamos que sirva de precedente, se está haciendo política de Estado.
Nadie con dos centímetros cúbicos de democracia en sus venas puede en Venezuela ahora acusar a Felipe de intromisión. Ni a España. No va allí a defender intereses petroleros, sino los intereses comunes de los demócratas venezolanos, americanos y españoles. La presunta izquierda española que no lo ha asumido, tendrá que hacerlo. La venezolana ya lo ha hecho hace tiempo. Felipe no es un extranjero en América. Y Maduro lo sabe.