Achinada está la economía global, afectada por los pies de barro del gigante asiático. China puede ser la causa de una crisis internacional a medio plazo porque se enfrenta a problemas que no pueden resolverse sin daños colaterales significativos. Lo que en economía se llama Trinidad Imposible se manifiesta duramente en el caso chino, en el que no se cuenta con una política monetaria independiente, se pretende un control del tipo de cambio y además, regular los flujos de capitales. Parece que la opción por la que se está optando es controlar el cambio del yuan para mantener una cierta cuota de esta divisa en el comercio mundial. En cuanto a la política monetaria, probablemente el banco central no bajará tipos. Seguirá optando por vender reservas foráneas para proteger la propia. Estas eran abundantes y ya lo son menos. De hecho, se observan ventas de dólares superiores a los 100.000 millones en algunos meses, lo que inquieta a los inversores. No es un mecanismo que pueda perdurar infinitamente y, además, no está impidiendo que el yuan siga perdiendo terreno frente al dólar. Aunque las autoridades chinas traten de controlar la estampida, se han creado canales de banca en la sombra que siguen propiciando la huida de los inversores.
Se ha negado u obviado de forma generalizada que a China pueda llegar una crisis social. Sin embargo, el desempleo tiene que estar aumentando de forma importante —a pesar de la ocultación estadística- y la incipiente clase media comenzará pronto a sentirse bastante inquieta. China ha experimentado sus propias revoluciones industriales de manera acelerada y al margen de derechos sociales, y eso acaba teniendo un precio. La historia de este país es tan fascinante como ignorada en el mundo occidental. Se han realizado tradicionalmente ajustes brutales, con enfrentamientos armados y tensiones territoriales a lo largo de los últimos siglos que han dejado muchos más muertos que las dos guerras mundiales juntas. Esas terribles circunstancias tienen mucho que ver con la dimensión del país y sus mecanismos de ajuste. El desempleo puede acabar por desencajar las piezas de un forzado engranaje productivo. Además, se calcula que en 15 años, un cuarto de la población china tendrá más de 65 años. Más tensión poblacional y social.
En los últimos meses, se han adoptado medidas transitorias por parte de las autoridades chinas que han servido para enmascarar temporalmente su considerable sobrecapacidad productiva, su irritante intervencionismo comercial, su relativo liberalismo financiero y una fallida política de inversiones públicas. Para rematar la faena, los conflictos geopolíticos en distintas localizaciones internacionales y la irrupción del fracking han cambiado el equilibrio en los mercados energéticos. La caída del precio del petróleo está golpeando también a la economía china. No obstante —y aunque esto se comente poco- China produce tanto crudo como Canadá.
Las medidas que más podrían haber favorecido a China eran las iniciativas de liberalización, anunciadas a bombo y platillo y diluidas posteriormente. Una de las más ambiciosas y potencialmente más dinamizadoras era la consecución de nuevos acuerdos comerciales internacionales, la Nueva Ruta de la Seda. Pero la situación de los mercados de divisas y ciertas reticencias políticas desde Estados Unidos pueden dar al traste con ese proyecto. Se habla, de hecho, de la existencia de un secreto interés implícito por la caída de China, con el que "simpatizaría" Japón por su ancestral rivalidad y el viejo mundo por un supuesto aumento de la cuota exportadora de Estados Unidos y Europa. Pero esa empatía por la destrucción ignora el terrible impacto para el mundo de hoy de una crisis de los emergentes.
En todo caso, sería un error identificar de forma exclusiva el sombrío panorama que se dibuja en este comienzo de año con las circunstancias por las que atraviesa China. Parte del problema es la velocidad a la que se suceden los acontecimientos. La llamada cuarta revolución industrial no se expande de forma lineal sino exponencial. El capital se mueve de una localización geográfica a otra a golpe de click. Así, gran parte de la liquidez que fue hacia los emergentes volvió a Europa y Estados Unidos. Pero en las últimas semanas no hay tantas alegrías para mover capital y la inversión es más selectiva.
Las políticas monetarias expansivas han sido como el paracetamol, que alivia pero puede ocultar otras enfermedades. Ha bastado una subida de tipos en Estados Unidos para que la jaqueca sea global. Los bancos centrales siguen obsesionados con el control de la inflación y, sin embargo, no hay rastro de ella. La caída del precio del petróleo la aleja aún más. En Europa, las compras de deuda del Banco Central Europeo no están permitiendo que avancen demasiado las primas de riesgo, lo que sería algo acorde con el aumento de la incertidumbre. Son intervenciones monetarias que esterilizan una realidad económica deprimida. No está claro que el ciclo recesivo se haya cerrado ni que el estancamiento secular sea una leyenda.
Otro aspecto determinante es que el proceso de recuperación económica está siendo desigual. Incluso donde se acercan al pleno empleo, como en Estados Unidos, se reconoce públicamente que la calidad del mismo ha empeorado considerablemente. Hay una incómoda desconexión entre recuperación económica y recuperación moral. Persiste una desconfianza social hacia las instituciones. Anteriores revoluciones industriales acabaron con una mejora de los derechos sociales. La cuarta revolución es algo ambigua a este respecto. Por un lado, parece favorecer la democratización con una canalización mayor de información hacia la ciudadanía con elementos como las redes sociales. Por otro, puede generar nuevas fuentes de crecimiento a diferentes velocidades con los avances en ingeniería genética, robótica o computación. Aparentemente, se trataría de tecnologías que reducen la participación humana en los canales de producción y destruyen empleo pero son cada vez más los historiadores, antropólogos e ingenieros que aseguran que contribuirán a crear nuevas industrias y fuentes de demanda y, finalmente, contribuirán a crear nuevos puestos de trabajo.
Santiago Carbo Valverde / El País (Madrid)