Días atrás ardió en llamas una casona en el Bajo Flores, Buenos Aires, donde murieron carbonizados dos niños de 7 y 10 años. Allí funcionaba un taller textil clandestino, como tantos que se esconden tras puertas que parecen viviendas. En muchos casos las ventanas han sido reemplazadas por ladrillos y las puertas permanecen con llave, quedando las personas encerradas adentro.
Lo ocurrido trae a la agenda pública un tema complejo y ríspido: el de las condiciones de trabajo en sectores de la economía popular que se desarrollan en forma sumergida, reñidas con la legalidad.
El acontecimiento generó reacciones diversas, entre la perplejidad moral de "la ciudadanía", los intentos de cooptación política, y el circunstancial análisis mediático, que suele echar por la borda cualquier hipótesis de comprensión real del problema. Al igual que en el año 2006, cuando otro incendio terminó con la vida de seis personas del mismo sector, un grupo autoconvocado de costureros, ex costureros, asambleístas, investigadores y vecinos se propuso interpelar el sentido común para hacer audible una voz que se aún se presenta esquiva: la de los protagonistas. Estas mismas palabras pueden parecer contradictorias, al no ser tejidas por una persona costurera. Sin embargo, no serían menos contradictorias que la voz del indignado que, a diario, se viste para salir de su casa: prácticamente todos usamos ropa fabricada en condiciones laborales que muchos caracterizan, aún sin conocerlas, como "inadmisibles".
Rodeados de estigmas culturalistas —en algunos casos— o sencillamente racistas —en muchos otros— el estereotipo del trabajador textil parece haberse fosilizado detrás de una categoría problemática: la del trabajo esclavo. La sociedad argentina se ha construido particularmente indiferente a la historia de la esclavización de seres humanos, pues ha relegado a los márgenes de la memoria tanto la trata negrera como las condiciones en que los indígenas fueron violentamente incorporados al mercado de trabajo. Los negros y los indios fueron los primeros esclavizados del territorio argentino, y sus descendientes no ocupan hoy, precisamente, los puestos de mayor prestigio en las jerarquías sociolaborales. Acaso por este carácter selectivo de nuestro modo de recordar, la prensa pueda instalar con tanta facilidad lo que parece ser una idea fuera de lugar. Los descendientes de esclavizados, casi borrados del registro, se deben sentir doblemente ignorados ahora que se los nombra recurrentemente. Lo cierto es que muchos trabajadores textiles no se consideran a sí mismos "esclavos", sino más bien trabajadores en condiciones de extraordinaria asimetría realizando esfuerzos sobrehumanos por progresar, calculando racionalmente dónde el mundo del trabajo les permite insertarse y dónde los segrega. Este tránsito puede llevarlos por un camino hacia el orgullo del regreso al hogar con magros ahorros, al confinamiento en una red de deudas y trampas, inesperadamente a la tragedia o incluso a cierta movilidad social ascendente.
No obstante, la categoría trabajo esclavo tal vez siga revistiendo alguna utilidad. No sólo por invitar a pensar relaciones entre las formas del trabajo, la historia de la segregación étnico-racial y el modo en que consumimos, sino porque plantea más de un interrogante sobre lo que no pocos asumen como el valor fundante de la democracia moderna: la idea de libertad. Hoy el mundo ha retomado el término esclavitud para utilizarlo con un significado diferente en la forma pero similar en el concepto. En nuestros días, cuando se habla de esclavitud no se hace referencia a la propiedad de una persona sobre otra, avalada por el ordenamiento legal vigente, sino a una relación de marcada asimetría, signada por la restricción a la libertad, la falta de opciones y de garantía en los derechos más básicos. Este tema no puede ser seriamente analizado sin estudiar la foto entera, una foto global en la que los márgenes de rentabilidad son abismales, y se relacionan con redes y situaciones dispersas por todo el mundo con matices locales: prendas producidas en Daca para ser consumidas en Nueva York, recicladas en Amsterdam para ser revendidas en Maputo, etiquetadas en Lagos para ser distribuidas en Bissau a cambio de castañas de Cajú.
El desafío de interpelar seriamente este problema en su complejidad no debería ser el reflejo de un ciudadano que el sábado lee el diario y se solidariza moralmente con las "víctimas", para el domingo ir a comprar su ropa favorita a la tienda de moda. Tampoco debería asentarse exclusivamente en el ciudadano que no consume la marca y compra solidariamente en la feria por la mitad de precio, para regresar a su casa y notar que el vecino costurero murió carbonizado. Mucho menos debería guiarse por el espasmódico oportunismo electoral que determina la prioridad de la agenda conforme la tragedia explota en mi vereda o en la del territorio enemigo: lo mismo que sucedió en Flores podría haber sucedido en el conurbano bonaerense o en Rosario.
Se hace necesario un debate que debería incluir a todas estas voces, pero debería estar construido a partir de las razones de los ciudadanos que trabajan cotidianamente en el sector, quienes producen la ropa con la que todos nos vestimos y difícilmente tengan el tiempo de escribir estas líneas, pero colaboraron decisivamente en su tejido durante las asambleas mantenidas en los últimos días. Construir una alternativa sin la voz de los protagonistas es lo que consideramos que no hay que hacer. Una subjetividad sin sujeto, hablada por otros y victimizada —a la cual hay que "rescatar"— es el camino más funcional a la lógica de la esclavitud. Un debate que no incluya al protagonista es la mejor forma de reducir a las personas a objetos y de dejarlas sin voz.
Guillermo Whpei / Presidente de Fundación Estudios Litoral Argentino