Las lecturas sobre el paro del sindicalismo opositor son tan desordenadas como su convocatoria. Desde que Hugo Moyano rompió con el gobierno, la dinámica de estas medidas de fuerza están influidas de manera más que importante por las tácticas personales del secretario general de la CGT Azopardo.
En su rol de principal figura del sindicalismo tradicional en la última década, el camionero pelea su centralidad en el mundo de las organizaciones gremiales peronistas, y su lugar dentro del movimiento peronista, en base a su propio termómetro y su propia brújula. Sus aliados circunstanciales, sin desmerecer las razones por la cual cada uno integra la entente que desembocó en el paro del jueves, son apenas invitados a su mesa. Tan invitados que el Pollo Sobrero tuvo que taparse la nariz para ir a una medida de fuerza con Luis Barrionuevo, quien no se tapó la boca para denunciar a la izquierda por los piquetes que, junto a la huelga de transporte, garantizaron la medida. Mucho más que los bares y restaurantes, por cierto.
Para el gobierno nacional, las grandes cámaras patronales y los gremios gordos de la CGT oficialista, el rejunte fotográfico de la CGT Azopardo, donde los ruralistas beneficiarios de la devaluación aparecen junto a gremios cuyos trabajadores sufren sus efectos, es un argumento regalado para disparar la artillería de chicanas muy certeras, con las cuales disimulan su propio rejunte a la hora de la pelea pública. Las escaramuzas discursivas, la guerra de archivos y el dedo levantado, son funcionales a la hora de disfrazar que el sustrato de esta confrontación es la disputa en torno del ajuste de la economía argentina.
Algunos dirigentes gremiales sintieron tanta necesidad de exhibir su posicionamiento en esta pantalla política, que se pusieron al borde de la figura más abominada del universo de los conflictos sindicales. El paso que va de diferenciarse de una medida de fuerza, a combatirla directamente, puede ser un inédito viaje de ida.
Hasta los economistas más amigables con el oficialismo depositan buena parte de la esperanza de éxito del plan que pilotean el jefe de gabinete y el ministro de Economía en que la tasa de aumento salarial termine el año por debajo de la tasa de devaluación y de inflación. Es decir, en que baje el salario real. Es el sueño de los economistas menos amigables del gobierno, que vienen llenando columnas de lágrimas porque el fantasma del "chavismo local", que tanto los atormentaba, les arrebató la bandera.
Que el gobierno está administrando un duro ajuste es difícil de negar. Que este proceso sea una copia fiel de los programas enlatados que nacieron con la revolución neoconservadora, es otro despropósito. Hay una historia de una década con políticas que remontaron parte de ese camino y decisiones presentes que muestran matices profundos respecto de aquel programa ortodoxo. Los planes Progresar y Procrear, así como Precios Cuidados, son sólo algunas muestras.
El oficialismo podrá estar tentado a exhibir este ajuste con pinceladas de heterodoxia como un sapo a tragar en función de mejores tiempos. Como el paso atrás para dar dos adelante. En un rapto de megalomanía, si fuera, el caso, que ciertamente no lo es, podría alegar exageradamente que hasta la Rusia de Lenin tuvo su NEP. Pero hoy por hoy, en la calle y en las fábricas, la dinámica de presión sobre el empleo y el disciplinamiento laboral, en el marco de una crisis desatada por la vocación propietaria de aumentar ganancias y apropiarse del ingreso más que por la necesidad de distribuir pérdidas de valor, materializa una disputa que no encuentra al Estado presente ni siquiera en un rol mediador.
En el mercado laboral se viene cebando un conflicto áspero, más allá de que el Indec pueda exhibir todavía valores de desempleo aplanados respecto de los países centrales. La película habla de un empleo en negro creciente, el repunte de las formas precarias de contratación, la erosión cotidiana de condiciones de trabajo bajo el estandarte de la crisis y la pérdida de ingresos derivada de la desfavorable relación salario, tipo de cambio e inflación.
Sobre ese sustrato se desarrolló el último paro general, en el que convivieron, y en Rosario fue estrictamente esa la palabra, distintas vertientes, programas, modalidades y expectativas. En la coyuntura, todas interseccionan en un punto funcional al referente sindical de mayor peso, a uno de los pocos referentes del gremialismo tradicional que, como el propio Kirchner, ve en las alianzas transversales (demasiado, a veces) herramientas eficaces para pelear dentro del movimiento.
Aún condicionado por su inextrincable estrategia política partidaria, el camionero ofreció un vehículo poderoso a un activismo que no le pertenece en su totalidad. Y que busca representar a un sujeto caro al actual modelo, que es el de los nuevos trabajadores que buscan mejorar sus condiciones de trabajo, y defenderlas en el caso actual. Un colectivo que difícilmente sea totalmente refractario al gobierno pero que también hace su propia lectura sobre la puja distributiva en el territorio. Y que presenta un desafío a las estructuras tradicionales. Algunas de ellas, optan por enfrentarlo. Otras ven en él una oportunidad de acción política. En todo caso, la mirada simple de medir el paro por la actividad comercial o el papel del transporte y los piquetes, no alcanza para auscultar el mar de fondo que contribuyó a agitar en la pelea gremial dentro de las principales ramas. •