El gobierno de Cambiemos se enfrenta a dos problemas económicos de relevante gravedad: uno heredado y otro auto generado. El problema heredado fue la ausencia de una estrategia de desarrollo viable y sostenible que le permitiera al país generar un nivel suficiente de recursos para satisfacer con justicia y equidad las necesidades de su población e insertarse en un mundo complejo y cambiante con mayor grado de autonomía y decisión sobre su futuro.
Por otro lado, aunque había sido negado en su campaña, el cambio propuesto por el macrismo se basó en repetir una receta ya fracasada: la apertura comercial indiscriminada, la liberalización y desregulación de los mercados especialmente el de cambio, la centralidad de la renta financiera y la dependencia del capital foráneo.
La implementación de este esquema económico, no sólo fue desacertada por un mal diagnóstico del contexto mundial, sino que a su vez estuvo plagada de errores e inconsistencias que desembocaron en el segundo gran problema auto generado: la profunda incertidumbre acerca de cómo el gobierno saldrá de los graves desequilibrios a los que condujo la economía nacional.
Estos desequilibrios son, básicamente, el déficit externo (cuenta corriente) generado por el exceso de demanda de divisas; el déficit fiscal (incluyendo el cuasifiscal, originado por el BCRA) generado por la caída de la recaudación en términos reales y el crecimiento de los intereses de la deuda pública; y el desorden generado en los precios relativos que dificulta y paraliza el desarrollo de los negocios y congela la inversión.
El cambio de gabinete no debe interpretarse como un cambio de fondo en el desarrollo de la política económica. Con el pedido de asistencia al Fondo Monetario Internacional, se acabaron las ideas propias; el gobierno ahora pide ayuda para contener lo que ya es una aguda crisis de confianza, no precipitada por los argentinos de a pie (que fueron defraudados por las falsas promesas de campaña y castigados por las medidas del gobierno), sino fundamentalmente por quienes fueron los beneficiarios de un esquema basado en la especulación y la renta financiera.
Las perspectivas no son buenas para la Argentina, en vista de que el gobierno se ha planteado seguir a rajatabla las recomendaciones del FMI que, como se sabe, prioriza el repago de las deudas que el país tiene con los acreedores internacionales. De seguir obstinado con este camino, debe esperarse que las medidas económicas que se sucedan de aquí en más, vayan en contra del bienestar de los argentinos y de las posibilidades concretas de emprender un sendero de crecimiento, tal vez moderado y austero, pero orientado al interés nacional y con autonomía de las apetencias de los capitales foráneos.
Atrás quedaron las promesas de campaña, y tal como lo afirmó el propio gobierno, la inflación será mayor a la esperada, el producto crecerá menos de lo proyectado y la fuerte devaluación que ya está operando impactará regresivamente, haciendo que el poder adquisitivo de los asalariados y sectores más vulnerables se vea seriamente afectado.
Sin dudas, con este plan, y al margen de la cosmética que significa el cambio de nombres en el gabinete, los argentinos seremos más pobres, habrá más injusticia social, mayor dependencia externa, y más bajo nivel de vida de la población.
No es cierto que la Argentina no tenga otro camino que el que está tomando el actual gobierno. El primer cambio que debe hacer radica en redefinir sus prioridades políticas y proponer un modelo de crecimiento y desarrollo que contenga al conjunto del pueblo argentino. No se trata de estabilizar para seguir sumergidos en la pobreza, la dependencia económica y la injusticia,sino en una propuesta que utilice los enormes recursos de la Argentina para lograr salir de la crisis y proyectarnos a una economía productiva, con inclusión e insertada en un mundo interdependiente, que nos permita gozar libremente de los beneficios a todos los ciudadanos.