El despido del director Pedro Biscay del Banco Central, por "mala conducta", es un gesto autoritario del gobierno nacional. Pero en el contexto de la acelerada fuga hacia el dólar como la que se registra en el último mes y medio, es también una muestra de debilidad.
Adorado como un templo por la ortodoxia económica, el banco Central resigna autonomía en medio de una corrida. Esto le agrega una dosis de incertidumbre al ya agitado panorama financiero. Aunque desde otro lugar ideológico, el diagnóstico crítico que le costó la silla al director del organismo no es muy distinto al que expresaron en su oportunidad campeones de la city. Esto incluye las dudas sobre la eficiencia de la política monetaria para combatir la inflación, el alerta por la recesión provocada por las altas tasas de interés, el temor por la bicicleta de las Lebac y la incertidumbre por la sostenida fuga hacia el dólar y de dólares al exterior. Factores que alimentan el riesgo de una crisis externa que puede terminar muy mal.
Echar a un director del organismo monetario, aun cuando se presente como una acción de firmeza política, no es la mejor forma de convalidar la tranquilidad que los funcionarios de gobierno pretenden transmitir frente a sus pares del "mercado".
Aun cuando los CEOS que conducen la administración pública y que atesoran sus "morlacos" en el exterior sean directos beneficiarios de esta valorización de la divisa, la dolarización de la city equivale en términos de política monetaria a una inquietante Paso en una de las principales seccionales del oficialismo.
La inquietud por los fundamentos de una economía en crisis, más allá de los rebotes estadísticos que se relatan producto de la comparación con la pesada herencia del año pasado, alienta una puja distributiva sobre el ajuste.
El déficit externo empuja la presión sobre el presupuesto público. El mismo día en que se conocieron los datos sobre el mayor rojo comercial para un semestre desde 1994, la calificadora Standard & Poor´s emplazó al gobierno a terminar con los subsidios para bajar el déficit fiscal. Hay una disputa allí: la cuenta de intereses de la deuda ya compite en magnitud con las denostadas transferencias por servicios económicos.
El programa de la reforma fiscal, que impulsa el oficialismo, también contiene otras pujas. Liberar de cargas a las empresas y a las personas físicas de ingresos más altos de cargas sociales, aligerando compromisos de gasto sobre los segmentos de menor poder adquisitivo. Pero también apunta a compensar el impacto que tuvo el aumento de las tarifas en los sectores productivos, que sufrieron por este lado el verdadero golpe a la gobernabilidad.
Garantizar dólares para la fuga, recomponer la rentabilidad de las empresas de servicios y de los agronegocios, y a su vez rescatar de la crisis autoinducida a los industriales elegidos para zafar de la reconversión que fogonea el gobierno, requiere pasarle la factura a otro sector.
El Estado, y quienes dependen de sus servicios, será el encargado. Desde la Ocde hasta las corporaciones empresarias como la UIA, Adefa y la Sociedad Rural desfilaron esta semana en el escenario de declaraciones a favor de bajar los impuestos.
La segunda escala en esta marcha son las provincias. El gobierno nacional pretende que sean los Estados subnacionales los que resignen recursos. Ponen en la mira Ingresos Brutos, un impuesto que representa la mayor fuente de recaudación propia en el interior. La Corte Suprema ya movió sus fichas, como lo publicó tempranamente este diario, al cuestionar las alícuotas aplicadas sobre los contribuyentes sin domicilio en el territorio. Las cámaras empresarias de distintos rubros presionan sobre el flanco de los reclamos de competitividad.
Lo cierto es que los Estados provinciales y municipales vienen asumiendo mayores gastos derivados del costo del ajuste nacional: sostener empresas y empleados de empresas en crisis, enfrentar la mayor demanda de servicios públicos como hospitales, educación pública y asistencia social, amén de sostener programas de obra pública.
Alentada por el clima preelectoral, en los últimos días asomó una suerte de rebelión de estos mandatarios. El efecto Lifschitz, que puso la pelea federal en el centro de la campaña, comienza a expandirse. El gobernador de Córdoba viene aumentando los cruces con la Nación, la última relacionada con la medición de la pobreza. El de La Pampa denunció presiones nacionales para que baje jubilaciones y también para que influya en diputados de la provincia a los efectos de expulsar a Julio De Vido de la Cámara baja. El escenario político parece haber cambiado, y un buen número de peronistas flotantes eligió esa vez volver a votar con el Frente para la Victoria. Como efecto secundario, le llevaron alivio a algún empinado dirigente empresario de la provincia, activo referente sectorial de Cambiemos, cuyas fotos sonrientes con el ex ministro de Infraestructura, circulaban en paralelo a la sesión del miércoles pasado.
Pero la disputa federal tiene también otra dimensión. A las quejas por la distribución de la obra nacional, reactivada este año luego de haber estado paralizada durante gran parte del año 2016, se suma el inquietante trascendido, publicado en un matutino porteño especializado en economía, respecto de que el presupuesto para infraestructura sufriría el peso de la tijera en el presupuesto 2018, cuando no hay elecciones. El vocero que dejó trascender la especie aseguró que se apostaría al polémico programa de participación pública privada para financiar obra pública, lo cual pone en terreno más resbaloso la certeza sobre las fuentes de recursos para ese rubro.
Con los efectos del ajuste y la crisis desplegándose en su territorio, en medio de una ofensiva nacional para esmerilar sus recursos recaudatorios y el recuerdo de las experiencias de ofertismo impositivo y pactos fiscales de los 90, riegan la desconfianza de los gobernadores. La nueva moratoria que debió sacar la Afip para recoger los heridos fiscales de los últimos meses es una advertencia seria.