En pocos días, la desmesurada agenda política pública argentina pasó de la euforia oficialista de la estatización de YPF a la agitación opositora por la tragedia del aumento del dólar blue. Palabras, fantasías, histerias, miedos y picardías se revuelcan en un brebaje alucinógeno que la trama discursiva que sostiene la llamada opinión pública se esfuerza por convertir en realidad.
Como autómatas de ojos rojos y miradas perdidas, la multitud imaginada por esa agenda despierta del sueño petrolero que le extendió el bill de centralidad política a la presidenta e ingresa a la pesadilla de la escasez del dólar, una moneda que sus fabricantes se esfuerzan por desvalorizar en proporción inversa a la adoración de la que es objeto en las lejanas tierras del sur.
De pronto, el derecho universal a las vacaciones en la Polinesia, la inversión inmobiliaria en Miami y a la compra de autos importados, se desatiende por la acción de una patota fiscal a la que se le ocurre preguntar de dónde salió la plata para comprar la divisa estadounidense. Y en esa locura, el desencanto de quienes tienen la posibilidad económica de tener ese problema se socializa en una parálisis de negocios inmobiliarios que, de acuerdo a esta teoría, ya no es culpa de la brecha enorme entre los valores que piden los poseedores del bien y los ingresos de la demanda que lo necesita, sino del "cepo" cambiario.
El gobierno contribuye a esa percepción cuando expresa su propia voracidad por la divisa estadounidense, dejando que un funcionario sobreactúe la persecución del dólar chiquitaje con la misma pasión con la que dejó fugar miles de millones en los últimos cuatro años. La lección, igualmente, por ahora fue aprendida. Lejos de la dramatización, en estos días de fiebre en el escuálido mercado del blue, el Banco Central siguió acumulando dólares, que en buena parte serán utilizados para pagar los vencimientos de bonos de deuda nominados en dólares.
El superávit comercial, que en los números del comercio exterior de abril mostró la cara recesiva al ser acompañado de una fuerte caída de exportaciones e importaciones, se ofrece como la garantía de que no faltarán divisas. El gobierno muestra así que está dispuesto a todo por un puñado de dólares, que serán destinados a satisfacer la necesidad de divisas de un conjunto de agentes económicos que conforman la burguesía del modelo de la posconvertibilidad. Pero los tiempos de la civilización se imponen aquí a los tiempos de la economía, y el utillaje mental que informa la cultura de clase media de gobernantes y gobernados lee en este circuito la señal del Apocalipsis. Y actúa en consecuencia.
Sobre todo, cuando la violenta protesta de un conjunto de dirigentes rurales que se oponen a pagar impuestos en una proporción más cercana al valor real de los campos en Buenos Aires, promete una suerte de conflicto 125 después de la gripe. La amenaza de una nueva guerra gaucha, dispersa en focos provinciales pero con aspiraciones nacionales, espera ansiosa ser comprada por el sector de la clase política que siempre está dispuesto a subirse al primer tractor.
Así, el menú infernal parece servido. Los ojos del miedo ven en las inspecciones de la Afip "el nuevo corralito" y en la suba del inmobiliario rural el germen de un nuevo conflicto rural. Las pesadillas cobran vida en los tenedores de activos y los poseedores de bienes de producción.
Por eso, "muchaaachos", no es momento de pedir aumentos de sueldo. ¿El 24 por ciento? "Una locura". La calle está dura, Europa se cae, Moreno nos reta y la ropa no se seca por la humedad. Pero no se preocupen. El salario se paga. En cuotas, en negro, con una caídita o en billetes del estanciero. Pero tampoco es cuestión de despertar la inflación, ¿no? Con lo planchados que están los precios. "Es momento de dejar de tirar mala onda y poner el hombre entre todos", parecen decir los patrones. En realidad, no son tan originales. Esa frase ya fue escuchada. La dijo Cristina en uno de sus últimos discursos de disciplinamiento de paritarias. Como un eslabón más de un programa de autoajuste del modelo que se le fue de las manos a la política oficial. Más, mucho más, que el precio del dólar.
Por eso, en el terreno real, donde los miedos fantasiosos del billete verde y el mal clima de negocios son ciencia ficción, las cosas se están poniendo verdaderamente ásperas. La inflación se dispara, los salarios se planchan y el desempleo comienza a asomar en la región. Los impuestos y las tarifas realmente pesan y los empresarios se cobran con el anticipo de una crisis casi deseada las leves mejoras salariales que tuvieron que soportar en años anteriores. La economía se complica a nivel mundial y activa su correas de transmisión a la economía local. Brasil desacelera, la soja licua los altos precios en una caída de la producción y los indicadores de actividad comienzan a aterrizar en Argentina. Hace muy pocos meses, la mayoría de los trabajadores expresó a través de los votos, en forma bastante clara, qué tipo de representación política pretende. Por eso, resultaron mayoritariamente victoriosos los dirigentes políticos que identifican con modelos contrarios a los de los 90. En términos macroeconómicos, hay una batería de medidas en las que se ha respondido: el control de importaciones y la administración cambiaria están en esa línea. La burguesía nacional, realidad o fantasía que el modelo ubica como sujeto central, es la principal beneficiaria de esas medidas de protección frente a las turbulencias de un mundo verdaderamente en crisis. La utilización del ingreso asalariado como pobre ancla inflacionaria es un bonus que se les da en homenaje a los 90. Un bonus de efectos recesivos y que es agradecido por sus beneficiarios con el dólar blue a seis pesos.