Es un quinto piso sobre avenida Santa Fe, enfrente del Botánico.
Es un quinto piso sobre avenida Santa Fe, enfrente del Botánico.
Hace un frío terrible. El viento pareciera nacer en plaza Italia y arrasar con todo lo que se le cruce hacia Scalabrini. Toco el timbre antes de morir congelado. Después de unos minutos eternos me bajan a abrir. Deduzco que es la mujer con la que hablé por teléfono. Arriba me espera la hermana.
Entro. A derecha e izquierda hay bibliotecas que arrancan a un metro y medio de altura y terminan en el techo. Rarísimo. Con las manos llego hasta los dos primeros anaqueles y después, para los cuatro restantes, se necesita una escalera. Me parece absurdo, tal vez haya habido niños destructores de libros o un perro, pero igual, no lo entiendo.
En el fondo del living hay pilas de libros en el piso y sobre una mesa ratona también. Por el umbral de una puerta se ve una bibliotequita en el pasillo —estos sí hasta el suelo, como corresponde— e imagino sin equivocarme que en al menos una de las habitaciones debe haber más.
Casi de inmediato reconozco con la mirada el lomo verde de la edición de Sudamericana de La vida breve. Me encanta cuando pasa eso, es como amor a primera vista, pero otra vez. Onetti y yo, buscándonos y encontrándonos siempre, como en una comedia romántica.
—Papá era escritor —me dice la hermana cuando termino de separar todo.
Estuve dos horas revisando libros. Estoy cansado y algo abombado por la losa radiante. Levanto las cejas y le sonrío. Entonces con un gesto me invita a que me acerque a unas cajas que yo apenas miré porque lo que había no me interesaba. Ahí están los libros del tipo. Son ediciones de autor o de algún centro psicoanalítico: fundación algo, publique su propio libro, por favor, el mundo lo necesita, no se quede con las ganas de contar su historia, por el amor de dios. Miro el brillo de los lomos, la tosquedad de la tipografía, parecen películas. Tristísimo.
—Llévese algunos, por favor —me pide la mujer que, imagino, querrá que su padre sobreviva de alguna manera. Querrá que la tinta que derramó su padre sobre un papel tan blanco tubo de hospital que lastima, se pierda en los caminos misteriosos del mundo. Tal vez alguien importante lo descubra y haga que lo valoren como se merece. O esperarán menos, mucho menos. Se conformarán con que al menos una persona lo lea por azar y se emocione o le pase algo y lo termine y lo recuerde, y así, el espíritu de su padre —la vida entregada a la literatura, horas y días y años luchando en la soledad de la hoja en blanco—, esté donde esté, sienta algo parecido a esa sensación tan falaz de que el esfuerzo, al final, valió la pena. O no esperan nada, ni lo piensan, qué sé yo, la verdad.
La otra mujer se acerca, algo avergonzada, quizás, por el atrevimiento de su hermana.
Odio cuando pasa esto, no porque me moleste llevarme un libro más —me estoy llevando más de quinientos— sino porque esta situación me enfrenta a algo que siempre trato de evitar: este tipo de libros, estas vidas dedicadas a la literatura, estas vidas que se entregaron con el alma a una diosa cruel y despiadada y que tuvieron que enfrentarse al fracaso de no escribir bien, o no ser reconocidas o valoradas por aquellos a los que consideraban pares. Y aunque no es lo mismo, por supuesto, el sabor amargo debe ser parecido. Puedo imaginar la indignación del hombre al ver publicados y reseñados libros mucho peores que su última novela que ya nadie quiere recibir y que sólo los amigos leen —o no—, con paciencia y amor, pero sobre todo amor.
No me gusta. Lo sé perfectamente. No me gusta ver realizado un futuro al que temo. Al que tememos todos, quizás, los que nos dedicamos a este arduo oficio de escribir. Como si se volviera más posible al tenerlo ahí, delante de uno. Se me ocurre que debe tener algo que ver con el tema del doble tan desarrollado en psicoanálisis. Como cuando te dicen que te parecés a alguien. Esa incomodidad, ese deseo de cambiar de tema, de no pensar en eso.
Las dos me miran ahora. Yo acepto y hojeo un poco uno de los libros. Abro más los ojos como fingiendo interés o sorpresa. Miro la foto del hombre en la solapa, la barba reglamentaria, los anteojos, la pelada, esa sonrisa al parecer satisfecha pero que no puedo dejar de pensar consciente de su propia derrota. Leo el principio, siempre hago eso. En el principio está todo, o casi. No sé qué es, calculo que el tono, la autoridad, la voz del autor que llama, con su música, al silencio y la atención, algo así, no estoy seguro.
Cierro el libro y le vuelvo a sonreír.
—Muchas gracias.
—¿Querés llevarte más?
—No, está bien, gracias, en serio.
Las dos comprenden, obvio, pero igual agradecen la atención. Además, me están vendiendo unos librazos. Me están confiando la memoria de su padre, aquellos rectángulos de papel —cajitas llenas de historias infinitas— que recibieron la atención y el amor y la tristeza y la alegría del hombre que las trajo al mundo. Esos libros que llevaba bajo el brazo con orgullo y sobre los cuales se debía pasar todo el día hablando; esos libros ahora se van, tendrán otros destinos, otros dueños, tejerán otras sombras, renacerán como la tierra cuando llueve al ser abiertos otra vez, por otras manos, y sentirán los ojos ávidos y veloces de un joven o pacientes y severos de un hombre mayor; levantarán su voz, declamarán sus fábulas eternas y fugaces, se entregarán a la única actividad para la cual fueron hechos, y se dará esa conexión, se sacudirán los átomos, rebotará la luz, y será por fin, al terminar, el abrazo de la memoria que nunca abandona lo que alguna vez amó.
Me despido de ellas. Bajo y me tomo un taxi. Llego a la librería, desembolso.
Dejo el libro del hombre en el sillón al lado de la puerta. Sé que después lo pondré en la pila de los libros que le voy a dar a un cartonero para que los ofrezca en la librería de Loyola o en el parque. Pero lo dejo ahí por ahora, como si quisiera darme la posibilidad de no hacerlo. No sé.
Voy al fondo y me siento. Ya no quiero pensar más en eso.
Patricio Rago