La exhibición en una sala cinematográfica de la copia restaurada de un buen filme de tiempo atrás (de esos que hoy sólo pueden apreciarse en malas condiciones en TV o en la web), y más aún si la misma va acompañada de música en vivo, es para un cinéfilo un acontecimiento excepcional, seguramente más fascinante que cualquier proyección en 3D o desfile de vestidos por alguna alfombra roja. Quien haya conocido esa experiencia (por ejemplo con la exhibición de Metrópolis hace cinco años en Rosario) sabe del disfrute que depara esa mezcla de viaje en el tiempo, espectáculo cinematográfico y concierto. Un evento de este tipo se promete para el viernes, a las 20, en el teatro La Comedia, en el que las imágenes del clásico nacional Muñequita porteña se desplegarán junto a las voces de Rosario Bléfari, Javier Drolas y otros actores interpretando diálogos escritos por Santiago Loza y Ariel Gurevich, más Fernando Kabusacki y Matías Mango ejecutando allí mismo música especialmente compuesta para el filme. La película fue elegida para la función de apertura del Festival de Cine Latinoamericano Rosario.
Estrenada en agosto de 1931 en un cine porteño de calle Lavalle que ya no existe, difundida en afiches, programa y avisos con el título en plural que se le terminó adjudicando aunque en sus títulos de presentación figura en singular, Muñequita porteña ocupa un lugar importante en la historia del cine argentino por haber iniciado en el país el cine sonoro. El sistema empleado se llamaba Vitaphone y consistía en agregar a la proyección un disco sincronizado con la acción de la película, método que cinco años antes había impuesto el estadounidense Alan Crossland con su filme Don Juan y cuya eficacia dependía de que no hubiera cortes en la imagen.
Pero esa no era la única novedad que ofrecía Muñequita porteña a los espectadores de entonces: también inauguraba una temática tanguera, que marcaría a nuestro cine durante años, y recurría a diálogos en argentino ("como a nosotros nos gusta", sostenía la revista especializada La Película), sin apelar a actores consagrados en el teatro. Esto último respondía a la personalidad de su director, José Agustín Ferreyra (1889-1943).
Este "Griffith con cara de asustado", según expresión de Leopoldo Torres Ríos, había filmado su primera película a los 25 años, canalizando sus inquietudes de dibujante, escenógrafo e intuitivo lector. Después vinieron más de veinte durante el período mudo, la mayoría actualmente desaparecidas. Muñequita porteña pudo materializarse gracias al apoyo del productor y distribuidor Adolfo Z. Wilson, quien había hecho su fortuna al importar cine alemán y soviético (responsable, por ejemplo, de que el citado filme de Fritz Lang Metrópolis haya podido verse completo en Buenos Aires, a diferencia de lo que ocurría en el resto del mundo).
El argumento
En Muñequita porteña el argumento se centra en María Esther, una joven empleada de una juguetería, con un padre alcohólico y un novio al que abandona, seducida por un aventurero que la inicia como cancionista de tangos. La realización tiene rasgos de autenticidad y soluciones creativas: el comienzo, por ejemplo, "cautiva por su frescura —escribió el crítico e investigador Jorge Miguel Couselo—, por su contagiosa raigambre porteña, hasta por sus alardes de montaje, con el tranvía que lleva a la pareja fundido en las calles céntricas, en los kioscos, los negocios, los carteles, los vehículos, los tipos populares, el caminar afiebrado de los que van y vienen".
Le siguen otros momentos de elocuencia visual infrecuente aún hoy, como las sobreimpresiones e imágenes de una copa burbujeante y de músicos contoneándose para insinuar la sensación de aturdimiento de la protagonista por la bebida... y por el amor. También los repetidos travellings de seguimiento de sus pies, yendo y viniendo en busca de trabajo, y el desenlace semidocumental, que despliega vivacidad.
Junto a esos cálidos registros callejeros asoman recreaciones en estudios de los tugurios nocturnos donde pianistas y trompetistas interpretan su música envueltos en un clima casi de ensueño, trayendo a la memoria lo que alguna vez escribió Edgardo Cozarinsky, acerca de que en el convencional espacio del cabaret del cine argentino de los años 30 lo imaginario de la época se reflejaba mejor que en cualquier noción de realismo.
María Esther y su novio son encarnados por María Turgenova (esposa de Ferreyra durante siete años) y Floren Delbene (que siguió haciendo cine hasta fines de los 60), joviales y nunca sobreactuados. Junto a ellos aparecen Mario Soffici, en su debut como actor (antes de dirigir Prisioneros de la tierra y otras valiosas películas); el santafesino Antonio Ber Ciani (quien también supo destacarse como realizador), y Serafín Paoli (como un sainetesco Don Nicola), entre otros.
La película de Ferreyra llegó a gustarle incluso al entonces crítico Miguel Paulino Tato, polémico censor décadas después, que escribió en el diario El Mundo: "Es la mejor película que se ha hecho hasta ahora en el país".
Ferreyra se mantuvo activo en la década posterior, con éxitos que cimentaron la carrera de Elena Lucena (Chimbela) y la rosarina Libertad Lamarque (Ayúdame a vivir, Besos brujos). Por imprimirle a su obra identidad propia y códigos específicos del medio cinematográfico fue considerado por muchos como el primer director del cine argentino.
Hoy, el guión original y los discos de aquella película realizada 86 años atrás se consideran perdidos, pero la exhibición del material restaurado, digitalizado y reguionado por el Museo del Cine permite reencontrarse con ella. Al mismo tiempo, es una buena manera de reanimar zonas semiolvidadas de nuestra historia y una oportunidad para conocer mejor a este realizador frecuentemente celebrado en libros e investigaciones como pionero del cine latinoamericano. Un destino que aquel hombre de origen mestizo, afectuoso y bohemio, acaso nunca llegó a imaginar.
Fernando G. Varea