Por Santiago Garat
La magnífica ilustración de El Tomi para la tapa de “Nos espera el mar”.
Creo que se llamaba Juan. Acusaba 83 años y se aparecía todos los
miércoles, a las 9 en punto de la noche, con el botinero bajo el brazo.
Ya venía cambiado, generalmente con camisetas de equipos italianos
o españoles, originales y relucientes, y el pantaloncito de Central
Córdoba con el 5 estampado en el muslo derecho. En el botinero
traía las canilleras, que se calzaba meticulosamente entre las medias,
un potecito naranja de átomo desinflamante, que desparramaba
sin escatimar en ambas piernas y en la cintura, un jabón de
tocador, una toallita de esas que se usan para secarse las manos y
un desodorante Old Spice, el del barquito.
Corría a la par nuestra, ojo, que no superábamos los 30, y sabía
bastante con la pelota. Era de esos que las piden todas y te la devuelven
redonda. “Rebotá. Rebotá y andá”, te decía. Era una pared
humana, el guacho.
Esa noche me tocó enfrentarlo, el partido venía parejo pero sin
fricciones. En un momento me encaró de frente, con la bocha al
pie, y no sé qué hizo pero me obligó a abrir las piernas y me metió
un caño hermoso. Y en un córner para nosotros, un ratito después,
me pegó un codazo en el ojo, no muy fuerte, pero artero. Nada de
sin querer.
Cuando nos terminamos de bañar, mientras se secaba las bolas
con la toallita chiquita, me preguntó qué me había dolido más: el
caño o el codazo. “El codazo”, le respondí. “Dedicate a otra cosa, pibe”,
me dijo. Se puso desodorante y se fue.
Cuando el médico le dijo a mi vieja que lo que yo tenía era paperas,
me asusté muchísimo. Pensé que se me iba a inflar la papada como
el viejo que vivía enfrente de mi casa, pero nada parecido a eso sucedió.
Lo que sí ocurrió fue que me pasé los tres meses de verano en
cama, y como supuestamente era contagioso, mis amigos no me
pudieron ir a visitar.
Mi papá, el único de casa que ya la había tenido, era el encargado
de llevarme las comidas, cambiar las sábanas y ayudarme
con mis necesidades.
Mi hermana, Nati, se sentaba contra el marco de la puerta de
mi pieza y jugábamos al Tutti Frutti o a la Batalla Naval. Y también
me leía cuentos. El que más me acuerdo era de unos pibes
que tenían que recuperar la pelota que se les había ido al patio de
un vecino que tenía unos perros malísimos. Tras debatir y descartar
varios planes desopilantes, se terminaban trepando a la medianera
y desde ahí veían a un viejito –que después se enteraban
había jugado en River en la década del 70– que la levantaba a lo
Colombatti, hacía un par de jueguitos y se las devolvía de volea.
Dos días antes de que empezaran las clases me dieron el alta y
fuimos al parque Urquiza, un sábado a la tarde.
Mi vieja sacó un tupper con sándwiches de atún y huevo, me sirvió
jugo en un vasito plástico y me dijo que me quería mucho.
Al rato cayó una pelota cerca nuestro, de unos muchachos que
jugaban más allá, y mi viejo la levantó como Colombatti, pisándola
con la zurda y haciéndola rebotar en la derecha. Hizo un par de
jueguitos y se las devolvió de volea. Después se limpió el mocasín
con una hoja, se dio media vuelta y nos dijo: “¿Vamos?”.
Fue la primera chupina en serio. Estábamos en sexto y la mañana anterior
nos habíamos refugiado en un rincón del patio, en el segundo recreo,
para organizar todo. Martín F. se iba a encargar de preparar unos
sandwiches y encanutarlos en un tuper que la madre no fuera a notar
que faltaba hasta que volviéramos. A mí me tocó enfriar unas botellas
descartables en el congelador y sacarlas temprano sin que me vieran,
para evitar preguntas que no iba a saber ni poder responder. Un par de
bolsas negras de residuos, esas de consorcio que mamá les compraba a
los muchachos de la recolección, me sirvieron para que no se corriera la
tinta de las hojas de matemáticas y sociales que teníamos ese martes.
Al Rolo la vieja no lo despertaba ni le hacía el desayuno, ni siquiera
se preocupaba si iba a la escuela y mucho menos si hacía la
tarea, así que salió de la casa sin delantal, sin mochila ni carpetas
ni cartuchera, y con tres cañas de pescar en la mano.
Nos encontramos en la esquina de España y Mendoza, caminamos
un par de cuadras y nos tomamos el 200 Rojo. Bajamos en la
Mandarina, le guiñamos el ojo a la estatua de Evita e hicimos trasbordo
hasta Pueblo Nuevo.
Estuvimos un rato largo tirando líneas en el arroyo Saladillo, detrás del
frigorífico Swift, ahogados por el olor a mierda, y después nos fuimos a la
plaza del reloj y fumamos un par de Saratoga que Martín F. le había afanado
al padre. Hablamos de fútbol, nos contamos qué piba nos gustaba a
cada uno y volvimos mareados pero sintiéndonos un poco más grandes.
Llegamos casi al atardecer y Rolo nos convenció de entrar a su
casa a jugar a los dardos con una cuchilla y un blanco imaginario en
su mesita de luz. Cuando ya había oscurecido demasiado, me fui caminando
a casa sabiendo la que me esperaba y pensando en el Rolo,
calentándose la cena, solo, y decidiendo que al otro día no iba a ir a
la escuela. Y al siguiente tampoco.
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