En abril de 2017, Reed Hastings, CEO de Netflix —la plataforma de series y películas online—, lo dijo con toda claridad: “Estamos compitiendo con el sueño”. No le preocupaban los planes de inversiones de HBO o Amazon sino, sencillamente, que los seres humanos durmieran. Porque evidentemente se trataba de potenciales clientes que podrían trocar horas de descanso por entretenimiento digital.
La idea, vertida (como no podía ser de otra manera) en un tuit de la empresa y ampliada en posteriores declaraciones, es mucho más que un comentario ingenioso: es una realidad. Las palabras de Hastings materializan los argumentos desarrollados por Jonathan Crary en 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño: la distopía ya está aquí. El capitalismo, en su faz más voraz, y sin proyecto alternativo con capacidad de confrontarlo, avanza corrosivamente en obtener rentabilidad de los seres humanos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, sobre todo a través de los servicios de interconexión virtual.
La red, lo sabemos, se ha transformado en una dimensión más de la realidad humana, por no decir la predominante. La búsqueda de placeres y esparcimiento, el trabajo, los vínculos, todas actividades esenciales, pasan por allí. La vida se condensa en un teléfono inteligente.
La imagen abruma si la ponemos en diálogo con la boutade del exitoso CEO de Netflix y la hipótesis de Crary. Es una realidad con la que los docentes conviven y de la cual son parte, y que ha generado respuestas que van desde la crítica u oposición tajantes (“los alumnos se distraen”) al despliegue de toda una serie de herramientas pedagógicas que reconocen la irreversibilidad del fenómeno y buscan adecuar la enseñanza a este.
Me interesa plantear aquí las consecuencias políticas de este orden de cosas, del avance sobre nuestro último reducto humano, el sueño. Puede derivar, lisa y llanamente, en la abolición de la posibilidad de soñar, de imaginar creativamente, cuando no hay límites, la proyección utópica de una sociedad más justa. Porque está claro que la realidad virtual, que refleja los problemas del mundo tangible, ofrece a la vez una cantidad de elementos para convivir con un orden de cosas inhumano. Allí, en la red, en apariencia todo está a nuestra disposición.
Pero ¿cómo avanzar con algún criterio en ese bosque de informaciones y sensaciones confusas y desjerarquizadas? ¿Cómo razonar, insomnes? Cuando alguien se queda estudiando o escribiendo de noche, por ejemplo, llega el momento en el que “no le entra más nada”. Está embotado, “pasado”, no ve la hora de ir a rendir o de entregar los originales. Y a veces, le va mal. ¿Alguien entró a un aula en una semana de cierre de notas? ¿Quién puede borrarse de la memoria las cabezas apoyadas en los bancos, adormiladas, celular en mano, con idas y venidas de problemas, resúmenes, junto a las noticias del día, los mensajes de los grupos? ¿Cuánto cuesta arrancar?
Este orden de cosas nos quiere todo el tiempo así.
La actividad humana, sostuvo Reinhart Koselleck, se desenvuelve en un escenario móvil en el que a nuestras espaldas nos sigue nuestro horizonte de experiencias (lo vivido) y ante nosotros se extiende nuestro horizonte de expectativas: el porvenir, aquello que imaginamos como futuro. Pero la aceleración de las comunicaciones, la derrota de proyectos políticos alternativos al capitalismo, han tendido a que ambos horizontes —que, como se puede deducir, implican la noción de pasado, presente y futur— terminen superponiéndose en un presente permanente.
El presentismo borra la posibilidad de la distancia crítica tanto a adultos como a jóvenes e impide la verdadera comunicación. Es empobrecedor política e intelectualmente. No permite pensar en términos históricos. Mezcla, confunde y desjerarquiza. Impide distinguir las amenazas a nuestro futuro como los aliados para pensar y construir. Pero es tentador porque, como escribe François Hartog, “la economía mediática del presente no cesa de producir y de consumir acontecimientos […]. Pero con una particularidad: el presente, en el momento mismo de crearse, desea mirarse como ya histórico, como ya pasado”.
El presentismo nos vuelve tan impresionables como ingenuos. Nos conmueve la fotografía de Aylan Kurdi muerto en una playa. Los “11S”, “8N”, “20N”, “7D” son simplificaciones que nos hacen vivir en vísperas de armagedones y apocalipsis diarios, pero que se procesan en el momento mismo en el que son vividas. El futuro ya llegó, esta es su forma, parece ser la idea. Esa forma de entender la historia revela dos cosas: una soberbia muy grande en términos culturales, pero también la dificultad de pensar en el cambio. Acontecimientos que exhiben la injusticia de un sistema son presentados como anomalías de un orden alcanzado, que llegó para beneficiar a poquísimos, porque todo se reduce a la instalación de una única verdad, un único poder. Que este es el único mundo posible, que la diversidad pasa por los consumos y no por las formas de sociedad alternativas que pensemos.
Que este proceso es propio del modo de producción capitalista queda claro si consideramos que las relaciones entre los seres humanos y su pasado pueden ser pensadas de otra manera. Así lo afirma Simon Leys: “China es la civilización viva más antigua de la Tierra. Una continuidad excepcional como esa entraña una relación muy compleja entre un pueblo y su pasado. Parece haber una paradoja en el corazón de esa notable longevidad cultural: el cultivo de los valores morales y espirituales de los antiguos parece haberse combinado sobre todo con un curioso descuido o indiferencia (incluso, a veces, iconoclasia directa), hacia la herencia material del pasado.
El mundo que avanza sobre los sueños es una superación del predominio de la mercancía en nuestras vidas. El control de la vida humana en todos sus aspectos dificulta ese proceso cultural que se dio naturalmente en la civilización más longeva del planeta y que es lo opuesto: “Un fenómeno paralelo de preservación espiritual y destrucción material que se observa en la historia de la cultura china”.
El desafío parecería ser, entonces, lograr que la cultura habite “en las personas más que en los ladrillos y las piedras. El pasado chino es, al mismo tiempo, activo espiritualmente e invisible físicamente”. Para que esto sea posible, la cultura debe ser en- tendida como algo vivo, en movimiento y en transformación, es decir, dotada de historicidad. Esto es difícil cuando el mercado, encarnado en las redes, ha reemplazado la idea de transformación por la de variedad.
No se trata de proponer un luddismo bobo, sino más bien de resguardar aquello que nos constituye como personas: la escala humana. La posibilidad de pensar históricamente, que es siempre un ejercicio intelectual de tipo político que precede, acompaña y sucede al actuar.
El presentismo es la negación de esta condición. Transforma en estructurales situaciones de profunda injusticia, o naturaliza la convivencia de elementos que en teoría deberían ser incompatibles. La democracia con la exclusión, por ejemplo. Alcanza con modificar nuestra foto de perfil con un color alusivo a alguna reivindicación para estar del lado de los justos. En el presente, la arena política es la web; las formas de expresarse son los like, la representatividad deviene de la cantidad de seguidores, la verdad se puede construir como si de una aplicación se tratara. Sin embargo, bajo el cuarzo de las pantallas táctiles late, subterránea, la vida humana. Romper esa superficie plana es la tarea, y no asumirla es autodestructivo. Regreso a Leys: “La actitud no china (desde el antiguo Egipto al Occidente moderno) es esencialmente un intento activo, agresivo, de desafiar y superar la erosión del tiempo. Su ambición es construir para toda la eternidad, adoptando los materiales más fuertes disponibles y utilizando técnicas que aseguren su máxima resistencia; sin embargo, al hacer esto, los constructores solo están posponiendo su inevitable derrota”.
Si la resistencia al paso del tiempo pasa por los materiales, el capitalismo virtual ha superado dicho problema: las imágenes circulan y se reproducen más allá de cualquier erosión. No así los cuerpos, los seres humanos. Es decir, nosotros.
Si reemplazamos el vínculo con el pasado que analiza Leys para el caso chino por la imaginación de un futuro, entenderemos la profundidad de la amenaza que se cierne sobre nosotros. Porque así como la erosión del tiempo es visible en las huellas materiales del pasado, el presentismo erosiona el tiempo no vivido: el futuro, la esperanza, al instalar el presente como una situación inmutable.