"Los músicos toman decisiones comerciales y artísticas a la vez"

Matthew Karush es un historiador estadounidense que se especializa en la Argentina. En su último trabajo analiza la evolución de destacados creadores populares cuando les tocó vincularse con el mercado internacional. En diálogo con este suplemento, explicó las razones de su amor por el país y las razones de su vínculo con Rosario
26 de enero 2020 · 00:00hs

Matthew Karush es un historiador estadounidense que se especializa en la Argentina. En su último trabajo analiza la evolución de destacados creadores populares cuando les tocó vincularse con el mercado internacional. En diálogo con este suplemento, explicó las razones de su amor por el país y las razones de su vínculo con Rosario

Mario Gluck

Al escuchar Lo que vendrá o Buenos Aires hora cero, de Astor Piazzolla, en sus versiones acústicas, parecen escritas ayer, aunque tengan más de medio siglo. En cambio, oyendo una más reciente como 500 motivaciones (1976), interpretada por un octeto electrónico, se escucha el sonido de su tiempo, como un testimonio sonoro. Se sabe, nada envejece más rápido que los avances tecnológicos y el octeto electrónico, en un exceso de modernismo, incorporó todos los instrumentos progresivos que tenía a su alcance. La de Piazzolla quizás sea una de las historias más complejas, en las que uno puede ver sonidos, evoluciones musicales y un constante juego de transacciones entre lo que el artista imaginaba, la demanda del público, las políticas empresariales y la historia social, económica y política.

El libro de Matthew Karush Músicos en tránsito nos cuenta trayectorias como estas y la de otros artistas como el injustamente olvidado Oscar Alemán, Lalo Schifrin, Gato Barbieri, Sandro, Mercedes Sosa y Gustavo Santaolalla. ¿Qué tienen de común todos ellos? En primer lugar, todos fueron protagonistas de una globalización excepcional de la Argentina, habituada a su rol de producción primaria. Aquí se trata de artistas de la industria cultural que cultivaron géneros extranjeros y los recrearon para un público argentino, como Alemán y la banda Arco Iris, o tomaron géneros locales para ampliar su público y atraer extranjeros como Piazzolla y Mercedes. Otros, como Gato y Schifrin, partieron de géneros foráneos como el jazz y tuvieron que "latinizarse" para ingresar en el mercado norteamericano. Y finalmente aquellos que "inventaron" nuevos géneros para atraer un público internacional pero particularmente latinoamericano, como Sandro y Santaolalla.

Músicos en tránsito no es una historia tradicional de la música, que se centra en relatar minuciosamente y con precisión la biografía de músicos, formaciones musicales, temas y escenarios. Los datos duros están subordinados a una historia sociocultural que toma la música y especialmente a los músicos como actores de una trama histórica que los excede, pero les presenta opciones para desarrollar su profesión. Los artistas vivieron en un período histórico en el que fue avanzando el proceso de globalización económica, que fue muy precoz en la industria discográfica y en la circulación internacional de los propios creadores. Sus búsquedas estéticas se fueron combinando y transformando, de acuerdo a los públicos a los que quisieron llegar, a la demanda de la industria discográfica y al mercado. También fueron cambiando su imagen, tanto para reafirmar el vínculo con el público original y conquistar nuevos. Así, las complejas negociaciones entre los deseos del artista, el público, el mercado y las decisiones empresariales, dan como resultado la obra que nos llega. Las biografías de los músicos, con sus éxitos y fracasos, son una parte y a veces síntesis de la historia sociocultural argentina.

El libro comienza con la historia de Oscar Alemán. Tuvo una carrera curiosa: nacido en la Argentina, siguió su carrera profesional primero en Brasil y luego en Francia, donde llegó a estar en un lugar expectante. Después, emprendió un regreso al país que tuvo sus luces y sombras, muchas veces vinculadas a su origen africano. Karush analiza luego en paralelo la trayectoria de Lalo Schifrin y el Gato Barbieri, que conocen la latinidad a partir de su emigración a Estados Unidos. El capítulo dedicado a Piazzolla nos hace recorrer un derrotero con muchos altibajos, en una búsqueda constante de lo que se constituyó en una obra clásica. El cuarto capítulo está dedicado a Sandro, quizás el más "comercial" de los músicos elegidos, que comienza con el rock para luego inventar un género, la balada latinoamericana. Sigue con Mercedes Sosa, que de un folklore tradicional pasa a uno de vanguardia y un compromiso latinoamericano propio de los 60/70, cambiando incluso su imagen. El libro termina con Santaolalla, cuya trayectoria le permite reconstruir la historia de un rock nacional que se fusiona con el folklore y la música latinoamericana.

La apuesta de Karush es la de hacer una especie de historia social de la música y los músicos, entendida como una parte de la historia sociocultural más general de la Argentina. Los músicos no son puramente comerciales ni puramente artísticos, hay recorridos en los cuales hay momentos en los que predomina una cosa u otra, pero no existe la pureza ni puede existir, a riesgo de hacer inaudible una propuesta.

Músicos en tránsito nos ayuda a comprender la historia de los músicos y de los gustos musicales de la sociedad en la que producen y a la que destinan su obra. La revolución en el tango de Piazzolla, por ejemplo, expresa también el ansia modernizadora de las clases medias de mediados y finales de los años cincuenta, época de auge de los proyectos desarrollistas. La “latinoamericanización” y radicalización política de una artista originalmente folklórica como Mercedes Sosa, se corresponde con un resurgir de una identidad latinoamericana vinculada a un cambio social, que emergió al calor de la Revolución Cubana.

Karush eligió músicos que, cada uno a su manera y más tarde o más temprano, se constituyeron en clásicos, tanto de la interpretación como de la composición. Este sentido es un libro que no sólo se puede leer sino escuchar: en su página web (http://matthewkarush.net/musiciansintransit/), el autor hizo una selección en la que se pueden escuchar los músicos en su evolución, capítulo por capítulo. Finalmente nos permite también ver la historia argentina como un prisma para entender la historia del proceso de globalización que sigue en marcha.

Matthew B. Karush es profesor de historia en la George Mason University en Fairfax, Virginia, Estados Unidos, y desde 2015, dirige la Journal of Social History. Es un neoyorquino de cincuenta y un años, padre de dos hijos y casado con Alison Landsberg, que también es académica y escribe sobre memoria cultural en EEUU.

Nos cuenta que toca la guitarra y es hincha de los Yankees (el equipo de béisbol) por nostalgia más que por otra cosa. Cuando viene a Rosario, es canalla, pero en realidad sigue a la Liga española de fútbol y apoya al Barcelona, que hasta cierto punto son como los Yankees del fútbol global (o viceversa). Durante los mundiales y las copas América, nos jura que hincha por la albiceleste.

Escribió Workers or Citizens: Democracy and Identity in Rosario, Argentina (1912-1930) de 2002, cuyo tema principal es el caudillo radical Ricardo Caballero; Cultura de clase: Radio y cine en la creación de una Argentina dividida, 1920-1946 y Músicos en tránsito. Con Oscar Chamosa, fue compilador de The New Cultural History of Peronism: Power and Identity in Mid-Twentieth Century Argentina (Duke University Press, 2010).

—¿De dónde nace tu interés por la Argentina?

—Es una pregunta lógica, pero no tengo buena respuesta. En la universidad me fascinaba todo lo que tenía que ver con la historia y la política latinoamericana, y decidí solicitar una beca Fullbright para hacer un proyecto de investigación histórica en Nicaragua. (Esperaba experimentar y apoyar al proyecto revolucionario sandinista, pero llegué justo unos meses tarde, en 1991.) El proyecto que armé tenía que ver con la historia del movimiento obrero y unas huelgas en los años 40. Viví allá por un año y fue una experiencia muy linda, pero cuando después empecé el doctorado, me di cuenta de que la historia de la clase trabajadora sería más relevante, digamos, y rica en un país más urbano y desarrollado. Y por eso, empecé a estudiar la historia argentina y elegí un centro urbano como Rosario.

—¿Por qué la elegiste?

— Porque me interesaba la dinámica histórica abierta por la ley Sáenz Peña y el intento de políticos locales como el radical Ricardo Caballero a apelar al criollismo para captar los votos de los trabajadores. Después me di cuenta de que, para entender esa historia, tenía que prestar atención a la cultura popular que consumían esos trabajadores, y empecé a leer los folletos criollistas que se vendían tanto en esa época. La idea para mi segundo libro — sobre el cine y la radio en la Argentina de los años 1920 y 1930— empezó ahí, con ese intento de usar la cultura comercial como una pista para entender a sus consumidores.

—¿Hay interés en Estados Unidos por la historia argentina?

— Fuera del ámbito académico, yo diría que el interés es esporádico. Obviamente siempre hay mucho interés en la historia de Evita. También interesa mucho la historia de la dictadura y los desaparecidos. Los norteamericanos somos bastante distraídos y egoístas. Cuando surge un personaje — Lionel Messi, el papa Francisco— entonces sí mucha gente quiere saber más. En mis propias clases tengo que enfrentar (y tratar de corregir) mucha ignorancia con respecto a Argentina y América Latina. Pero he notado que siempre hay dos temas con los que puedo enganchar a los alumnos: los movimientos revolucionarios, el Che Guevara y la música popular. Parece que a los chicos de hoy les gusta mucho encontrar a sonidos y estilos de otra parte del mundo (y de otro tiempo).

— Tu libro anterior lo centraste sobre el cine y la radio, y este en la música y los músicos. ¿Qué nos dice la historia cultural de una sociedad como la argentina?

— En realidad, los dos libros tenían propósitos muy distintos. En Cultura de clase, quería contribuir a explicar algo importante dentro la historia argentina: por qué tantos obreros argentinos apoyaron al peronismo en vez de a un movimiento más clasista, más ortodoxo. En Músicos de tránsito, quería ver que nos decía el caso argentino que pudiera servir para entender otros lugares, otras historias. Lo que pasa es que cuando escribía Cultura de clase y desarrollaba la tesis sobre la influencia del melodrama popular en la conciencia de la clase obrera y en el discurso del peronismo, me di cuenta de otra cosa. Empecé a entender que la cultura de masas que estaba investigando -la música popular, el cine- se formaba en el encuentro con la cultura importada, y especialmente con la cultura comercial norteamericana -o sea, Hollywood y el jazz-. Para entender el contenido de la cultura argentina que circulaba por el cine y la radio, tenía que prestar atención a esa historia trasnacional.

— O sea que la Argentina se globalizó precozmente a partir de la música.

— Efectivamente, de ahí, empecé a entender que la Argentina se insertó muy tempranamente en las redes y los circuitos de la cultura de masas globalizada. Las discográficas multinacionales, por ejemplo, llegaron a principios del siglo XX. Ahí empecé de preguntarme qué podemos aprender del proceso de la globalización si lo vemos desde Argentina. Después de escribir el libro, estoy más convencido que nunca de que la Argentina es un punto privilegiado para ver esos procesos, y por muchos motivos. Prestando atención al caso argentino, vimos los procesos de invención cultural que ocurren afuera de los centros metropolitanos y que tienen un impacto global, incluso pueden llegar a cambiar los circuitos mismos de la cultura global. Por ejemplo, Mercedes Sosa, como cualquier otro artista, responde a las oportunidades que le da el mercado cultural. Inventa una forma de indigenismo que funciona muy bien dentro de ese mercado, pero también toma decisiones estéticas que cambian el mercado. Decide cantar los temas de Violeta Parra, trabaja con cantantes revolucionarios de todo el continente, y termina dando un significado político a su imagen indigenista, un significado que seguramente no le interesaba a Philips, su discográfica.

—¿Cómo elegiste a los artistas que ibas a estudiar?

— Fue muy difícil elegirlos. Me propuse mirar la globalización de la música en el siglo veinte por medio de un grupo relevante de músicos argentinos. Ya que la idea era seguir sus trayectorias trasnacionales —o sea, la forma en que se insertaron en los mercados internacionales, la manera en que dialogaban con artistas y estilos extranjeros— , tenía que elegir artistas que o se proyectaban afuera o que trabajaron con géneros extranjeros. Además, quería ejemplos de varios géneros influyentes. Pero hay que admitir que la elección fue un poco arbitraria. Habría sido lógico empezar con Gardel, pero hay mucho escrito sobre él (incluso un poco por mí), y no encontré la manera de aportar algo nuevo.

— Por eso empezás con Oscar Alemán…

— Con Alemán me interesaba más que nada la cuestión racial: quería entender que significaba su negritud — su capacidad de presentarse como afrodescendiente—n en París en los años 30 y en Buenos Aires en los 40 y 50. Como en todos los casos que veo, Alemán aprovechó las oportunidades que tenía dentro del mercado global de la música. Su identidad racial le abrió ciertas puertas y le cerró otras. Cuando a los porteños les gustaba bailar el jazz tipo swing, el hecho de ser un guitarrista negro experto en ese género le sirvió, pero después, en los 60, tanto su identidad como su estilo musical le hicieron parecer fuera de moda.

— Vos analizás las trayectorias del Gato Barbieri y Lalo Schifrin y vinculás su éxito internacional a sus transformaciones estilísticas y temáticas...

—Los dos músicos viajaron a Europa y después se instalaron en los EEUU. Ahí, tenían que enfrentar la etiqueta “Latin”, una categoría étnica y musical. Y antes, ninguno de los dos se pensó de ese modo. O sea, tenían que aprender qué quiere decir “Latin” para el público norteamericano y para las compañías norteamericanas, y después encontrar una manera de posicionarse. Y eso fue una cuestión tanto de música como de imagen. Schifrin se reinventó como un experto en los ritmos cubanos y brasileños, consiguió trabajo de esa manera, y después inventó un estilo particular de música para cine y televisión, un estilo que tenía al principio elementos importantes de esos ritmos. Después pudo desconectarse de la etiqueta “Latin.” Barbieri, al contrario, se metió dentro del mundo del free jazz, un género bastante politizado. Y se posicionó como un representante del Tercer Mundo. Y por medio de esa identificación, pudo inventar un estilo nuevo de “jazz latino”, un estilo político y con hibridaciones nuevas.

—¿En qué medida esas transformaciones dependieron del público y de las políticas de las compañías?

— Al principio el público y las empresas les imponían límites, pero ambos respondieron a esos límites de una forma muy creativa, y crearon música nueva. Pero al fin, como decía en el caso de Alemán, no pudieron zafar del todo. La música de Barbieri, por ejemplo, terminó reafirmando ciertas expectativas e incluso estereotipos norteamericanos.

—Tu análisis puede hacer pensar a los músicos como “oportunistas”.

— Soy consciente de eso, pero mi intención no fue criticarlos. Dentro del mundo capitalista, todo músico profesional se tiene que ganar la vida y, más importante aún, todo músico quiere llegar a un público. Por eso, todas las decisiones que toman los músicos son comerciales y artísticas a la vez. El hecho de haber cambiado de imagen, no quiere decir que uno es falso.

—¿En qué medida una creación musical habla de las características de su público?

—En el libro trato de analizar las decisiones que toman los músicos mismos. En ese sentido, son ellos los que crean esa historia. Pero también creo que la música comercial puede proporcionar recursos para que quienes la consumen armen sus identidades. A los fanáticos latinoamericanos de Sandro, por ejemplo, esa preferencia les ayudó a elaborar una identidad latina, en contraposición a los norteamericanos. A algunos rockeros argentinos, la música de Bersuit Vergarabat les ayudó a repensar la cumbia y, por ende, su propia identidad latinoamericana.

— En los 60-70 se plantea una disputa entre los músicos que pretendían ser vanguardia estética o política y aquellos que respondían más a cierta estética comercial. ¿Hay algunos cruces en esos momentos?

—Para los rockeros de los años 60 y 70, la distinción entre la música complaciente y la música progresista fue muy importante. En el libro, escribo algo sobre el desprecio que gente como Spinetta sentía por Sandro, por ejemplo, como un símbolo de una cultura comercial. Después, en el capítulo sobre Santaolalla, trato de explicar la invención de un “rock latino” que usaba los circuitos comerciales para diseminar una música con ambiciones artísticas.

—¿En los 80/90 se dio una especie de “reconciliación” entre los que apostaban a lo artístico y los que hacían música comercial?

— Habría que verlo, porque por ejemplo se daba un conflicto entre los seguidores de Sosa Stereo y los de los Redonditos de Ricota, lo que demostraría que la vieja pelea no había desaparecido por completo. Aunque una figura como Cerati podía combinar la veta comercial con calidad artística, había todavía una ideología muy arraigada dentro de la primera generación del rock nacional, en la que esa combinación no era posible. Posteriormente esto cambió, por ejemplo, Santaolalla cambió su noción de la autenticidad después de vivir algunos años en Los Ángeles.

— No es parte de tu libro, pero ¿que pensás de la creación de Capusotto, Bombita Rodríguez?

—¡Ja! ¡Alguien me lo tendría que explicar a mí! Entiendo el chiste de un cantante que combina la balada de Palito Ortega con el socialismo de los montoneros. Pero a mí lo que me llama la atención es que la realidad no estaba tan lejos. Pensando en el año 1973, tenés a Palito cantando Yo tengo fe en claro apoyo a la vuelta de Perón. Y a Leonardo Favio, un peronista que se especializaba en la canción romántica mientras hacía una película como Juan Moreira que, vista desde cierta perspectiva, glorificaba la violencia política en la búsqueda de la justicia social. O sea, Bombita nos parece muy gracioso, pero lo interesante para mí es entender como esas “políticas” o estilos no eran tan contradictorios en el momento.

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