Los hijos que se van
Sí, ya lo sé: a nadie le gusta hablar de esto. Pero yo recuerdo perfectamente la primera vez. Avisó que se iba de Conan.
8 de julio 2018 · 00:00hs
Sí, ya lo sé: a nadie le gusta hablar de esto. Pero yo recuerdo perfectamente la primera vez. Avisó que se iba de Conan. Su tono era tenso, nervioso. Me estaba pidiendo permiso y temía una negativa. Pero, en especial, recuerdo aquella primera vez que se fue porque al escuchar ese nombre, Conan, pensé, recordando las historietas de mi infancia, si se trataría del Bárbaro o del Justiciero. La nostalgia me abrió una sonrisa que ella no vio porque yo estaba de espaldas y lavaba los platos de la cena. Deduje que debía tratarse de un amigo, o de un noviecito, y yo estaba tan lejos de Aimará que no tenía fuerzas para saltar esa distancia y ponerle un límite. La verdad es que vivía, y vivo, en un estado de inacción, como un coche sin motor, un chasis desguazado que se oxida en el fondo de un taller.
La segunda, quizá, avisó que salía pero yo me lamía, como siempre, las heridas que supuran en la memoria. La escuché, seguro, cerrar la puerta y enseguida que arrancaba una motocicleta que carraspeaba afuera. Tal vez, pensé que si iba acompañada, por lo menos no se exponía a los peligros del barrio y de la noche que, juntos, conjugan un riesgo inmenso. Más para una adolescente, una nena que se había hecho mujer antes de que yo entendiera que ese tercer factor multiplicaba hasta el infinito los riesgos. No es por excusarme, pero qué podía hacer yo que además de todas las preocupaciones que me caben como hombre, tenía otros dos hijos que no se cansan de traerme problemas. ¿La madre? Claro, es lógico: todos preguntan por la madre. La madre es una foto en el portarretratos que los chicos conservan, todavía y a pesar de mis enojos, en su pieza. La madre es el pus que brota de mi ego, la traición desnaturalizada, inexplicable, el reproche que lanzo a diario al eco de su ausencia. Nos dejó apenas destetó al tercero, cuando ella estaba por cumplir los siete años. Un tipo con algo de plata y unos negocios de pilchas en el centro. No sé por qué se había encajetado con ella, porque Ruth pasaba los treinta y aunque conservaba, por ser menudita, un ligero encanto en su silueta, la maternidad le había ensanchado las caderas y sus pechos, antes tan sólidos, empezaban a ceder frente a la presión de la gravedad y su inexorable fuerza.
Las otras, las siguientes, la repetición casi diaria de sus partidas, me impulsaban a hacerle una advertencia que postergaba al verla tan apurada y decidida, tan parecida a la mujer que nos había abandonado tiempo atrás y todavía nos dolía. Además, Aimará se iba después de ayudar a sus hermanos con las tareas, de limpiar un poco la casa y de dejar todo listo para que a la mañana siguiente yo me fuera a trabajar al taller y los chicos a la escuela. Por eso, ¿qué podía decirle? ¿Recomendarle que se cuidara, que usara forro, que no fuera a caerme embarazada porque la mataba? Acá, cualquier padre sabe que, tarde o temprano, va a perder a sus hijos. Quizás había llegado el momento; por lo menos ella, Aimará, volvía a casa y seguía cumpliendo el rol que había dejado vacío.
Uno de mis primos me vino con la posta. En realidad, se cayó un domingo por mi casa y después de hablar de fútbol, del barrio, de mujeres, de líos de plata y esas cosas cotidianas, al cuarto porrón, cuando la lengua empieza a empastarse con la saliva que se endurece, me dijo que le habían dicho que la Aimará estaba trabajando en un kiosco de los Gamarra. Me encogí de hombros y respondí que debían ser boludeces que inventa la gente, pero el primo insistió, se puso pesado y medio que me reprendía con el torso volcado sobre la mesa. Bueno, protesté, si dejó la escuela este año, qué tiene de malo que se haga unos pesos vendiendo puchos y alfajores y cervezas. Un tanto despectivo, el primo, hizo con la boca un ruido de esos que consiste en chasquear contra el paladar la lengua y movió, casi delante de mis ojos, el índice de su mano con un meneo. En los kioscos de Gamarra no se venden golosinas ni bebidas, primo, no te hagás el boludo, replicó con la mirada enrojecida por la incipiente borrachera. No tendría que habérmela agarrado con él porque ahora que lo pienso no debía haber venido con mala leche. Seguro que lo mandaba la tía Laura que siempre cuidó a la familia, a pesar de las historias que se cuentan de ella. Le habrá ordenado: andá, querés, andá a avivarlo al gil de Ricardo que la piba está vendiendo falopa para los Gamarra. Andá, antes de que sea tarde. Pero, en fin, yo también estaba medio en pedo y me dolía, y cómo, que vinieran restregarme por la cara las cosas que yo no sabía que pasaban en mi casa. Me clavé otros dos porrones, solo, meditando las noticias del primo que me puteó fiero en vez de devolverme la trompada. Un caballero, no lo niego, porque yo en sus alpargatas me hubiera devuelto el golpe y hasta ver sangre no paro. Dando vueltas al asunto, pude unir los cabos que antes había dejado desatados. La ropa de Aimará, que ya no fuera a la escuela, eso de volver tarde, pasada la madrugada, la moto que la buscaba, que ya no me pidiera unos pesos para salir con las amigas que, seguramente, ya no visitaba. Quedaba un resquicio para la mentira, para que fuera un rumor sin fundamentos lo que decía el primo y mi hija, mi nena, no anduviera ya, con catorce años solamente, metida en esas cosas de mierda. Como eran las tres, me dispuse a resistir el sueño y la borrachera que me empujaban a la cama y esperarla ahí, en la mesa, fumando otro cigarrillo que me arañaba la garganta.
Por suerte, a la media hora, más o menos, entró Aimará y se asombró de encontrarme levantado. Vení, mi amor, sentate, le pedí, pero se negó diciendo que estaba cansada. La sujeté del brazo, para obligarla, pero vi en sus ojos encenderse el odio y me acordé tanto de Ruth que estuve a punto de soltarla. Supe, sabía que ese instante era crucial, que me estaba jugando a un solo golpe el destino de ella y el mío, claro, porque entre todas las pérdidas posibles para un hombre, qué carajo, una hija, una hija… mierda.
Sí, no tuve huevos. Ella tironeó y yo me caí de la silla, me levanté tumbando vasos y botellas, el cenicero, y armando un escándalo tal que hasta ladraron los perros que no ladran ni con los disparos. Iba a ponerle los puntos en claro cuando me ganó de mano y antes de que abriera la boca me largó, un poco a los gritos y otro poco llorando, una sarta de reproches que no quiero ni acordarme. Cosas, cosas del pasado, de su madre, del después de que se fuera, de cómo yo la había dejado a cargo de los dos pibitos, sus hermanos, sin que me importara nada más que irme al trabajo, dormir la siesta y tomarme cualquier cosa amarilla que me echaran en el vaso. No tuve huevos para cachetearla, ni para decirle que se fuera, menos todavía para discutirle alguno de sus justos reclamos. Ella dio media vuelta y se fue a la pieza; yo me puse a juntar el desastre que mi caída había dejado. No, no tuve huevos.
Y lo lamento, claro que lo lamento. Hasta el más gil se las sabe todas con el diario del lunes. Es una manera de decir, porque todo pasó un viernes y salió en La Capital del domingo. Yo no lo leí, me lo contó la tía Laura cuando estuvo conmigo, compañera, en la esquina de Francia y 3 de Febrero, abrazándome y diciéndome cosas que sonaban huecas al oído. La guerra de los narcos deja otro muerto. Balean un kiosco de drogas en la zona sudoeste. Esta vez, el enfrentamiento entre la banda de Conan Gamarra y el clan de los Alvear se cobró la vida de una joven de catorce años…
Cuando en plena madrugada, por la ventana me entraron el ruido y las luces del patrullero, me levanté pensando que ellos me la traían y que iba a tener que retarla porque, seguro, no habría hecho nada bueno. Mientras me ponía el pantalón y golpeaban la puerta, recordé perfectamente la primera vez que Aimará salió, se fue, y pensé que tendría que haberle preguntado quién era ese Conan, qué relación tenían y que se cuidara de no hacer cosas que después lamentaríamos.