N. de la R.: Este texto, del premiado narrador rosarino Federico Ferroggiaro, está escrito en clave irónica e intenta cuestionar el accionar de los sectores autoritarios y violentos que tristemente aún existen en nuestra sociedad.
N. de la R.: Este texto, del premiado narrador rosarino Federico Ferroggiaro, está escrito en clave irónica e intenta cuestionar el accionar de los sectores autoritarios y violentos que tristemente aún existen en nuestra sociedad.
Las voces vienen de afuera, suben. No son esas otras voces que me hablan en el silencio, cuando pico la cebolla o miro TN o doy vueltas en la cama tratando de encontrar la punta del ovillo del sueño. No, estas voces y estas risas son las que habitan las madrugadas. Son las que surgen cuando se callan los colectivos y los coches, siempre tantos, tan ansiosos, tan bufantes y crujientes, tan monótonos. Son las que crecen y se multiplican los viernes y los sábados, quizá también los jueves y un poco menos los domingos. Voces y risas jóvenes, ebrias, indiferentes. Voces y risas desocupadas, irresponsables, sin mañana ni futuro. Voces y risas que fingen no saber que la vida es soledad y olvido, tardes vacías y noches que son una carrera desesperada para poder dormir de un tirón ocho o nueve horas. Esa carrera que ellas interrumpen, que cortan, que atacan. Esas voces y risas son la música de mi insomnio. Las odio, las odio, los odio.
Contra los colectivos y los autos nada puede hacerse. No tienen la culpa: son máquinas condenadas a pasar, a atravesar las calles y las bocinas y los escapes y las explosiones... es como si pretendiéramos retar al perro porque ladra. Tampoco puede decirse nada de las obscenidades de los albañiles en las obras, de las hormigoneras alienantes, de las bandas de muchachos o chicas que pasan cantando al ir o salir del Normal. Pero la noche, la noche se hizo para descansar, para reponer las fuerzas, para recuperarse del día de estudio o de trabajo que pasó y prepararse para el que sigue. Quien no descansa a la noche, no sirve, no puede arrancar con sus tareas a la salida del sol, ni puede esperarse algo bueno de él, o de ella. Yo me pregunto: esas voces, ¿no tendrán nada que hacer mañana? ¿Un trabajo, una escuela o una facultad donde asistir, obligaciones que cumplir al alba? Evidentemente, no... porque, de lo contrario, no seguirían hablando, riendo, cantando en plena madrugada. Entonces, ¿qué son?, ¿qué hacen?, ¿quién los mantiene? ¿Yo? ¿El Estado? ¿Por qué para pasarla bien, para divertirse, tienen que estar armando este quilombo justo enfrente de mi casa?
Claro: están de joda, se la pasan de joda. Yo, en mis tiempos, no necesitaba tomar: me divertía con un vaso de leche tibia. Iba a los bailes, claro, pero a las doce, a la una cuanto mucho, ya estábamos de vuelta en casa. Era otra época, éramos otra juventud: más sana, más educada, más ordenada. Respetábamos los valores, los horarios y, sobre todo, respetábamos la casa... ¿Qué es eso de volver a las cuatro o a las seis, en pedo, vomitando? Si te veían, entonces, un poco, un poco alegre no más, de un cachetón los padres te ponían en vereda. Ahora, ahora no sé qué pasó. De golpe, de un día para otro todo se pudrió, se vino abajo. Los zurdos, o la democracia, o el todo vale de estos... de estos impresentables. Hubo algo, algo pasó para que nos volviéramos así: irrespetuosos, egoístas, irresponsables.
Alguien tiene que callarlas, me dicen las voces que vienen del silencio; las que irrumpen cuando estoy en la ducha, o leyendo el Clarín del domingo —que me dura toda la semana— o mirando las promociones del supermercado. Alguien debe hacerlo. Ese es el problema de este país: que nadie quiere hacer lo que hay que hacer, ensuciarse las manos si hace falta corregir un abuso, lo que está mal, ponerle límites a esta juventud exaltada, desubicada, anómica. Todas esas voces, todas esas risas... ¿no piensan en los demás, acaso? ¿Es posible que ignoren que viven en una sociedad organizada y con leyes? Y si ellas, las voces, las risas, no piensan en mí, en mi salud, en mi descanso, ¿por qué tendría yo que hacerme cargo o problema por lo que les pase a ellas? Eso, eso me preguntan las voces que están en mi cabeza. Pero no me molestan... son como de la familia. Me entienden, son como yo. Y aunque a veces me atacan —siempre hay culpas del pasado que les gusta exhumar, exhibir, cuestionar— tienen mi tono, mi cadencia, mis valores y ahorcan, pero no me matan. Aparte, saben ayudarme a tomar decisiones. A veces, cuando dudo por temor, o por recato, vienen en mi auxilio, como ahora, y me insisten: "¿A ellas, a las voces, a las risas, les interesa algo de vos? ¿Te respetan? Entonces, ¿por qué no? ¿Por qué no callarlas para siempre?".
No hace falta mucho, un gran esfuerzo. Basta con salir al balcón, con las luces apagadas, invisible; ir en cuclillas hasta el borde, asomar el brazo, y tirar. Algo, cualquier cosa, algo con que tirarles para que se asusten, para intimidarlos. Algo que les enseñe a estar callados, a no asesinar a mi sueño, a no llenar con sus remotas y pasajeras alegrías los segundos inagotables de mi insomnio. Algo como esta botella vacía, puede ser...
Es tan fácil. Hay una brisa fresca, afuera, la brisa de la madrugada. Como siempre, están las voces, las risas, la música de sístoles y diástoles multiplicada por el silencio que rodea a la noche, a las calles, a las fachadas. Sólo ahí, sólo ellos, sólo ellas son los que destruyen y arruinan la tranquilidad de la ciudad, la paz de los hogares. No, no quiero ni voy a mirarlos. Prefiero tirarle a nadie, tirarle a las voces y a las risas: a nadie. Es tan fácil: explota el vidrio al chocar contra algo. Siento el grito de una mujer, de una chica. Ya no se ríe, ya no habla. Hasta se apaga la música. De pronto hay gritos, y llantos, y alguien putea al vacío, a la noche, a los fantasmas que lanzan botellas desde los balcones. Hice lo que había que hacer: ahora podré dormir con la conciencia en calma.