La poesía no se rinde

Cuatro nuevos volúmenes hacen lugar a la experiencia femenina y demuestran que aun en medio de la pandemia las autoras, como el género que escriben, no piden permiso, se mueven sin pausa y son puro deseo
24 de enero 2021 · 05:00hs

1. Larga distancia

Editado por Caleta Olivia, el nuevo libro de Verónica Laurino se divide en tres partes o mejor dicho en tres poemas: “Autopista”, “Doble V” y “Violeta”. La tapa del libro es de un rojo sangre y la imagen es del artista plástico Marcelo Villegas.

Roberto Perdía, en el diario La Capital en 2013, cuando vino a Rosario a presentar su libro sobre Montoneros. 

A los 82 años, murió Roberto Perdía, excomandante de la organización Montoneros

Laurino nació en Rosario en 1967. Además de poesía escribe narrativa y libros infantiles. De lunes a viernes trabaja en la Biblioteca Argentina. Sigilosa (quizás precisamente por su vocación de bibliotecaria) se mueve en voz baja y sin aspavientos tanto en la poesía como en la sala de lectura.

Publicó las novelas Breves fragmentos (2007), que fue ganadora en 2006 del primer premio del Concejo Municipal de Rosario, y Jardines del infierno (Erizo Editora). En poesía publicó 25 malestares y algunos placeres (2006), Ruta 11 (2007, editorial Vox), y Comida china (Alción) en coautoría con Carlos Descarga. En 2011, la editorial Sigmar publicó la novela infantojuvenil Vergüenza, escrita junto a Tomás Boasso. Y Paren de pisar a ese gato y Alimañas en la casa son los cuentos para niños que editó Libros Silvestres.

Autopista, el primer texto del libro, transita sobre el camino asfaltado que va de Rosario a Buenos Aires. La mirada de la autora toma el recorte exacto de la ventanilla del micro y retrata todo lo que entra en ese cuadro con la misma economía de palabras que utiliza al hablar.

Ante la frenada del chofer y los celulares que suenan todos a la vez, la ventanilla de Laurino se opone a la pantalla del televisor (objeto que la poeta casi no usa en su casa salvo para ver los DVD que alquila en uno de los únicos videoclubes de la ciudad) y en su película se recrea la campera inflada de un motociclista que evidencia el viento, la sequía que tiñe de amarillo lo que era verde, una mujer que cruza un puente, un accidente, un camión de hormigón, las parrillas al costado de la ruta, el cartel de una publicidad de lencería, la soledad de las construcciones, los moteles.

Las observaciones lacónicas son capturadas hasta en el más mínimo detalle. Se enlazan y componen una sucesión de escenas a las que Laurino enciende con chispas de ironía:

“En la inquietud del viento/ bailan las bolsitas plásticas/ algunas se enganchan en los alambres de púa” o “No confío en el gusto de los choferes/ a la hora de elegir películas”.

Amante del silencio más que del exceso de comunicación, Laurino le escapa (aun en tiempos de pandemia en que nadie parece estar a salvo) a la voracidad de los teléfonos móviles y dice que muchas veces se confunde lo callado con lo opa. “Conozco mucha gente que habla y sin embargo, no dice nada”, sostiene Laurino. Y de esa economía de palabras también están hechos sus poemas.

Escribirlos es para ella alcanzar una buena parte de libertad (para lo demás están los otros géneros que explora como la narrativa o los cuentos infantiles) y cuando lo hace elige no encorsetarse en métricas, revelar su inteligencia y mirada perspicaz para contar lo propio, lo cotidiano, lo de todos los días.

“Boulevard Oroño nos muestra la vida/ de los gitanos/ con sus mujeres de cabellos largos y oscuros/ los hombres dedicados al comercio automotor/ los niños jugando”.

Aunque Autopista nace de estar sentada (la empezó a escribir camino a Buenos Aires donde en 2005 cursaba un taller con Irene Gruss), Laurino se resiste a pensar a la contemplación como un acto quieto y a la escritura como la contracara del movimiento. Y en esa suerte de tensión ella trae un recuerdo de su infancia en que los libros, como ahora, eran su casa, su refugio pero también su viaje. “Cuando era chica me veían leyendo y me preguntaban si no me aburría. ¿Cómo me iba a aburrir? Si algo no me pasa cuando leo es aburrirme. Es una actividad que me lleva a otros mundos”, dice.

Y así como la lectura hace ese juego inverso de adentro (ir hacia lo íntimo) y el afuera (permitir la apertura a otros universos), el subirse al colectivo a Laurino le significa todo un periplo en iguales direcciones: “Es una riqueza. El paisaje cambia, nada está en su lugar, todo se mueve. Hasta tu cabeza empieza un movimiento”.

En Doble V escribe Laurino en su rol de doble agente, por un lado como bibliotecaria y por otro como poeta.

“Virginia Woolf me explica: La mujer debe tener dinero y un cuarto propio/ Estoy cargada de interrupciones y gastando en plus. Ella no podía visitar una biblioteca sin autorización de un hombre: trabajo en una biblioteca”, dice.

La segunda parte del libro compuesta por Doble V y Violeta nació según la autora a partir de un taller con el poeta Tomás Boasso al que asistían en su mayoría varones y para ella eso fue lo que a nivel inconsciente la llevó a jugar cierta aut manifestación. Aunque remarca que sus compañeros no eran precisamente machistas, encuentra en la aparición de las figuras de Virginia Woolf y Violeta Parra un gesto de autodefensa o tal vez de pertenencia.

En ese entonces, la autora leía el diario de Virginia Woolf que lo había tomado prestado de la Biblioteca Argentina. “El diario habla de su cotidianeidad de tal modo que podría incluso no ser el diario de una escritora. Más bien era el de una persona torturada por su fantasma cotidiano”, cuenta.

Su intención fue más que ir al rescate de ambas mujeres el poder unirlas en un calvario. Por eso en Violeta dice: “Ninguna mujer entra en un libro/ ni en un disco/ ni en una película/ La Viola puede venir de la guitarra o de la flor/ pero jamás del ultraje”.

De las dos le interesaban sus obras y sus influencias en las generaciones siguientes. Y aunque no cree que hayan sufrido tanto la invisibilidad sí considera que sus conflictos personales se debieron a su condición de mujer.

“Virginia se mató pensando en la cena con merluza y yo tiendo la ropa, igual”, o “A vos te desvelaba la proximidad de la guerra, y a mí me despiertan los albañiles de al lado”. “De las drogas duras/ la peor es el amor” o “Me estoy poniendo vieja y/ voy cada vez más seguido al país de la infancia/ Es eso la vejez?”.

En un juego de acercamiento y distanciamiento la doble V de Virginia y Violeta conforma una tríada que incluye la V de Verónica. La poeta juega a desdoblarse y tiende un puente que indefectiblemente cruza su vida con la de las otras, en tanto autoras y mujeres.

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Anabel Martín (foto de Andrés Macera).

Anabel Martín (foto de Andrés Macera).

2. Fiesta

“La casa tiene una pared naranja y una ventana que da al parque, en el living hay una biblioteca en la que encuentro Flush, una biografía de Virginia Wolf sobre un perro. Hablamos de sexo mientras tomamos gin, Ari habla de bolas chinas «hay que hervirlas y meterlas en la concha», «¡mula banda o muerte!». Agustina degruma flores y las vuelca sobre la tapa de un libro, armamos un sembrado de pasto brasilero sobre la foto, estamos dotadas por el deseo hacia casi todas las flores, nuestras sonrisas guasonas contagian, leemos en voz alta una nota y en el horno la comida se cocina como nuestros pensamientos cuando intercambiamos información. Tenemos nuestras palabras como fuegos artificiales, todo lo que precisamos para quedarnos en casa hoy”, escribe Anabel Martín en Fiesta (Cedro), su primer libro de poesía.

La habitación, el encuentro, la reunión de las amigas será una imagen recurrente que irá y vendrá a lo largo del libro como signo de toda una celebración de la poderosa amistad entre mujeres. Pero también habrá espacio (y mucho) para el encuentro sexoafectivo con los varones, el amor, el erotismo, y por supuesto el desamor y los duelos. El yoga, las drogas, el rock (y los rockeritos) se mezclan con la voz de la infancia y las preguntas de la niña que Anabel también fue y que asoma para mirar las cosas con el mismo asombro.

Desde la tapa el libro anuncia dos cosas. Por un lado, la belleza de la edición y, por otro, la trama afectiva que hizo posible su publicación (editada por Ana Julia Manaker, Natalia Leggio, María Victoria Noya y con diseño de Lis Mondaini) que hizo pogo pero también abrazo sororo.

En la tapa un tornasolado que va del verde al dorado y que en realidad es un vidrio vintage se confunde por momentos con una piel escamada. ¿Es una ventana o es la piel de un animal salvaje? Y quizás esa cualidad camaleónica sea la mejor manera de entrar a la escritura de Anabel que va del verso a la prosa poética sin escalas y en todo momento se para al borde y al filo, para cronicar la ferocidad y poetizar el vértigo.

“Te bailo encima/ busco métodos para borrar ese tatuaje/ lo muerdo suave cuando señalás la época/ si me agarrás la nuca cruje esta madera” o “Del riesgo construí la cornisa de la siesta/ la medialuna en el tapial era la noción de mi muerte/ quienes irían al velorio dirían que fue el peligro/ ¡oh! ¡esto es un drama! ¡qué joven se ha ido”. Y: “Esa raya de sangre en la nieve marca el camino/ de los duelos que hice por un solo amor/ a cráneo cerrado con diez puntos/ ahora que sos tranquilo sería bueno que dejes/ de llamarme: ¡qué nena más linda!”.

Su bio dice que estudió el profesorado de teatro y títeres, que dirigió el cortometraje Así como sos y que publicó poemas en la revista Cortada, en los fanzines de Triángulo de Amor Bizarro y en una compilación editada por Danke. Pero antes que todo eso se antepone el cuerpo y dice que es bailarina, actriz, poeta, y que da clases de yoga y de entrenamiento corporal.

Multifacética, en movimiento permanente, pero sobre todo plástica, Anabel resume que si bien escribió desde siempre y desde muy chica nunca pensó que iba a publicar un libro. Salvo cuando de verdad sintió que el libro ya estaba ahí. Fue después de leer Irse (Ivan Rosado 2018) de la poeta Daiana Henderson. Algo que dice “tuvo que más ver con lo físico” y eso, para alguien que trabaja con todo el cuerpo, fue la mejor señal.

“Había leído muchos otros libros de poemas que me generaron cosas, pero este puntualmente me hizo dar ganas de tener mi libro, no podría explicar por qué. Fue un impulso”, dice.

Y entonces la citó a su amiga Anju Manaker en un bar (no podía ser en otro sitio) para contarle que quería hacer el libro y que quería que ella la ayudara en la edición. “Fue casi dos años de trabajo a puro goce”, asegura.

A partir de ahí una vez por semana durante cuatro o cinco horas se reunieron a leer en voz alta, a tomar vino, a cenar, y en el proceso se fueron sumando las demás amigas con las que conforman Cedro, un colectivo editorial con el que ya habían trabajado en la edición de Civil de Sebastián Sánchez, que este año en plena pandemia editó Fiesta.

“Despierto al otro día con el pelo de Verónica en mi cara, el velo de Anaïs entre mis piernas, la cruz verde la farmacia titilando en mis ojos. Me quedé dormida, busco el teléfono, llamo al fijo de mi casa: «no vengas Ma»”.

Leyó por primera vez a Anaïs Nin a sus 21 años. Recuerda que se compró Incesto porque una amiga poeta se lo recomendó y dice que quedó hipnotizada con la escritura y con ese registro de seducción a través de las palabras. “Siento que ella fue libre de escribir cosas tremendas con una naturalidad que me impresiona. Dan ganas de ser ella por cómo se burla de su condición de amante y por otro lado por cómo se cuestiona los sentimientos poliamorosos sin dejarlos de vivir y lo más importante, sin dejarlos de escribir”, dice.

Aunque eso que para ella resultó un nuevo erotismo fue algo que empezó a conocer hace diecinueve años recién el año pasado logró darle forma al poema que la nombra y lo incluyó en una especie de enumeración de cosas que le pasaban con los libros, por eso es parte de la serie Libros I, II y III que está dispersa en Fiesta.

La virtualidad del aislamiento social no le permitió una presentación física del libro, algo que aún añora, pero sí propició que toda una tribu agitara a su alrededor haciendo honor al nombre de su poemario, sacándole más brillo del que por sí tiene. Aun en la virtualidad florecieron lecturas de sus versos, recreaciones, videos, fotos y posteos titilando del otro lado de las pantallas. “Siempre estuve rodeada del amor de mis amigues, lo siento como un hermoso milagro, una unión generada por el hedonismo y por compartir lo que nos gusta hacer, quizás esto sea el eco de ese amor”, dice.

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Analía Giordanino.

Analía Giordanino.

3. Estampitas

Analía Giordanino escribió el primer poema de Estampitas (Baltasara Ediciones) en la semana en que nació su hijo y el último lo terminó mientras corregía el libro con Liliana Ruiz, después de la muerte de su madre. Por eso los poemas trazan una genealogía, algo así como una línea que une el principio y el fin de la vida con el cuerpo como eje.

“Se fueron enlazando porque tenía escritas en mi cabeza esas fotos, esas imágenes recurrentes, esos momentos en los que ves otra cosa, pero tenía que decirlo. Mucha historia familiar, de amistad y de la ciudad. Todo lo que uno habita, porque una vive en su cuerpo, en su casa, con otros, en una ciudad, y la existencia no es aislada. Son poemas de ciudadanía del yo. No es un yo poético de la intimidad. Es un yo comunitario que invoca a otros primero y se va haciendo íntimo o menos público hacia el final”, dice la autora.

Por eso en Estampitas los poemas se engarzan como las cuentas de un collar y arman algo así como una memoria colectiva, además de una familiar e individual. El huevo, la olla, la casa, la vaca, las vísceras, son parte de ese origen. Las oraciones, los relatos, las apariciones de santos toda una liturgia. El río Salado, el barro, el mimbre, la washí toba, la laguna Setúbal, las raíces del lugar que se habita.

“Con la olla, la casa y el huevo aparece el círculo. Lo comunitario, lo que tiene un centro pero se comparte, se puede deformar para dejar entrar, dejar salir, cerrar, abrir. De a poco también fui entrando en dos años en prácticas de feminismo donde el círculo es la fuerza que sostiene, muta pero sostiene”, dice.

Analía Giordanino ganó el Segundo Premio del Concurso Regional de Nouvelle de la Editorial Municipal de Rosario por La Ripley (EMR, 2018). En narrativa, obtuvo el Premio Alcides Greca con Fantasmas (Ediciones UNL, 2008). En Córdoba, editó Los impuros (Nudista, 2018). Publicó además en poesía: Nocturna (Diatriba, 2009), Terrícola (Ivan Rosado, 2015), Canciones faunas (Libros silvestres, 2016) y Dos poemas (Arroyo, 2016). Ha participado en varias antologías. Vive en Santa Fe, donde nació en 1974 y donde se recibió con el título de profesora de Letras por la Universidad Nacional del Litoral.

El nombre del libro dice mucho de la biografía de la autora, que está atravesada tanto por lo religioso como por lo pagano. De chica hizo todos los ritos religiosos del catolicismo por el lado de su familia materna mientras su papá era evangélico y las abuelas y tías practicaban todas las costumbres paganas de hacer misa por los muertos hasta asistir a brujas barriales y curar el empacho o la insolación.

La madre y la abuela son algunas de las mujeres invocadas y con ellas toda una historia familiar de las distintas generaciones, pero también todo un relato que va del interior del país y de la provincia al centro de la ciudad. Esa parte de la familia desde Villa Guillermina huyendo de la devastación de La Forestal, la itinerancia, la militancia social y la poesía son parte de la herencia de la autora. Pero no sólo de las mujeres de la familia escribe. También están la parrillera de la ruta, la puta, la washí, la que arropa al bebé en el coche y la asesinada: “Al lado de la empresa de transporte tiraron una chica muerta./ A la noche me visitó, vi bailar a Malvina a mi alrededor...”, escribe en Malvina.

“Los linajes son, de mujeres, inclusive los que no son familiares pero podrían serlo. Ver algunas mujeres todos los días durante años, oírlas, compartir con algunas, o esperar el colectivo a metros del lugar donde encuentran una muerta. También puedo ser yo aunque no lo sea. Durante el 2018 al 2020 fue la cuarta ola del feminismo en el mundo y muchas participamos en las calles. La escritura no es la calle pero los linajes sí pueden tomar la escritura”, piensa.

“Haber sabido que éramos nosotras las autoinvocadas,/ las que teníamos el velo descorrido y roto,/ las que veíamos todo de la casa adentro,/ y salíamos a la calle afuera, lobitas./ Las de los dedos flacos y las panzas gordas,/ las de ojeras y cabezas rapadas,/ las de perfume a porro y fiesta/ las de hot pants ridículos de flores,/ las de los buzos de flores, / las de borcegos con tachas,/ las de yiscas, / las de las remeras de megadeth/ las doradas de trance zomba/ las del teatro popular latinoamericano/ las de latinoamerica unida/ las desaparecidas/ las estudiantes/ las desempleadas/ las embarazadas/ las tortas/ las putas/ las travestis/ las solas/ Todas locas y hermosas/ todas conchas y loras/ moradas y salvajes/ revinientes”, enumera Giordanino en Vocales para hablar de las amigas pero sobre todo de la sororidad colectiva.

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Caro Musa.

Caro Musa.

4. La soberana idiotez

El poemario de Carolina Musa inaugura las ediciones de Brumana, sello editorial que llevan adelante las escritoras Laura Rossi, Nadia Isasa y la autora de La soberana idiotez. El nombre es un homenaje a Herminia Brumana (maestra, educadora, escritora, periodista, dramaturga y activista argentina de ideas socialistas y anarquistas) y tiene por objetivo visibilizar autoras locales contemporáneas (aunque no es excluyente). “Tratando también de gestionar un espacio de edición respetuoso y responsable, que funcione como un espacio abierto para autoras de la ciudad y la región”, cuenta Musa.

La autora es licenciada en comunicación social, correctora, coordina talleres de escritura para chicos en La Vigil y está al frente de la editorial Libros Silvestres.

Musa dice que escribe poesía muy a tientas, pero sin embargo, su escritura pisa fuerte. “No tengo ideas apriori, más bien los poemas se van reuniendo alrededor de una pulsión, en este caso, la idiotez soberana es, por supuesto, en primer lugar, la propia”, dice.

En Maeterlinck la poeta se pregunta por el merecimiento y también por la injusticia a partir de una imagen que va de una punta a otra del universo: de un lado un pez que se alimenta de mierda, del otro una ola que se congela en la otra orilla y se rompe como pequeños glaciares: “…la capacidad de asimilarse con el entorno, bravo por el pez mierda su obstinación su capricho… de cómo algunos nos esforzamos más que otros/ para sobrevivir como la misma mierda…”.

“Viéndolo en retrospectiva, posiblemente este libro se trate de una inadecuación o dislate entre la realidad y la percepción, poder mirar y mirarse desde afuera, pasar la experiencia propia por un tamiz que la ridiculiza y así la deja en su plano más intensamente real. Atravesarse una misma por los agujeros del colador, como dice ese poema”, cuenta.

El nombre es un homenaje al escritor Maurice Maeterlinck (premio Nobel en 1911) y del que la autora leyó La inteligencia de las flores cuando escribía ese poema. “Como ocurre a veces con la poesía, cuando leí «la naturaleza en muchas ocasiones se equivoca» me quedé en blanco, es justo el reverso de «la naturaleza es sabia» y pienso que los versos (en el sentido de bloques perceptivos digamos) un poco se acomodaron acá azarosamente alrededor de esta oración/descubrimiento”, explica.

Musa elige el territorio de la palabra, sus poemas suenan, no pasan desapercibidos, dicen cosas inapropiadas y al mismo tiempo amorosas. Estar vivos, caer en desgracia, tocar fondo, preguntarse, contradecir, subvertir el orden siempre. El par dispar de zapatos que compró en oferta y se da cuenta de que uno es más claro que el otro, el reloj que está parado hace meses en las 8 y 45 y conforma un rincón quieto bajo el cual ella se sienta a corregir o donde manda a su hijo adolescente a reflexionar.

En Las cosas saca cálculos bizarros y se pregunta: “4 medias = 1 llave/ 1 birome = 21 cartas/ ¿Qué es mayor o menor que qué?”.

Hay en Musa una poesía realista y objetivista no careta, sino contracorriente, no a la moda y siempre a contrapelo de las cosas. Sin embargo ella dirá que tampoco hay posiciones al menos cerradas: “Las caretas no me gustan, no obstante. Soy un poco de todo lo que no soy y supongo que en todo el libro ronda esa relatividad. Conviven juicios a favor y en contra y en cierto modo, algo de la idiotez y de la gracia del texto viene de la incapacidad de ese yo de tomar (y/o defender) decisiones”.

“Se trata de una tecnología extraordinaria/ garantía alemana, cien por ciento efectiva/ para perder todo tipo de concursos literarios, públicos y privados, locales, nacionales de toda clase de instituciones convocantes…” escribe en La máquina pierdeconcursos.

De los escritores viejos a los jóvenes multieditados en el fondo tampoco hay ahí una respuesta, más bien se abren preguntas: “¿quiere ganar un concurso?”, “¿en el fondo le importa un pito?”. “Dudo de todo y casi siempre”, dirá Musa citando a un personaje de Tolstoi con el que se siente identificada y que el libro encarna (casi) a la perfección.

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