Si la supervivencia se transforma en aventura, vale la pena contarlo; siempre y cuando la novela también sobreviva. Los invisibles, de Lucía Puenzo, cuenta la historia de tres chicos de seis a dieciséis años que viven en las calles de Once; Ajo, la Enana e Ismael son requeridos por un guardia de seguridad para desvalijar barrios privados con cautela y máxima efectividad. A tal punto es apreciada su expertise que, durante el verano, se los persuade de ejecutar un raid en casas de veraneo en Uruguay. Nueve mansiones en seis días en un predio de sesenta hectáreas plagado de perros cimarrones, víboras cruceras y jabalíes se vuelve un desafío que, además de arduo, tiene el aspecto de servir a intereses secundarios. Planteada así la trama, Los invisibles evidencia la combinación de dos géneros literarios diferentes que bien podrían complementarse: la novela social y la de aventuras. La cualidad de "invisibles" de los tres protagonistas resume, en su doble sentido, ambas vertientes: o bien la invisibilidad es la carga que los margina en el contexto de una sociedad que prefiere no verlos, o bien se vuelve una ventaja para sobrevivir.
Juego de palabras al margen, la novela avanza en un zigzagueo perpetuo entre estas líneas narrativas, la aventura o la denuncia social, sin decidirse plenamente por ninguna de ellas y sin tampoco mezclarlas para inventar algo nuevo. Antes bien, desde los primeros capítulos, Los invisibles se muestra dudosa y echa mano de los recursos más fáciles de las tradiciones que retoma.
En lo que hace al realismo de corte social, es notorio el patetismo con el que la novela se refiere a los protagonistas. Como si la condición de calle, y la extorsión y abuso que sufren de parte de cada adulto que se les acerca no fueran suficientes para plantear la realidad de los personajes, el narrador cree necesario subrayar la miseria material y subjetiva de estos niños para quienes "la adrenalina era lo más parecido a la felicidad que conocían". La narración demuestra a cada vuelta de página una conmiseración exagerada hacia sus jóvenes personajes y en la que quiere hacer partícipe al lector con insistencia. Como el acomodador de sala que miró a Ismael "primero con desconcierto y después con una ternura que no había sentido en décadas" cuando éste le preguntó si el Alien que había visto en la pantalla era real, el lector es invitado a regodearse en su compasión aunque sea a riesgo de los más humillantes estereotipos de clase (aunque se reedite, en suma, el desprecio de Estanislao del Campo por la clase popular cuando, en Fausto, hace temblar a un gaucho por la aparición de Mefistófeles sobre las tablas del teatro).
En paralelo al pietismo desvergonzado, Los invisibles recae en algunas de las características más desgastadas del género, como la anticipación folletinesca en el cierre de cada capítulo ("La Enana se hundió en el sueño con el recuerdo de los ojos de ese hombre y la certeza de que aceptar el viaje había sido un error") o los diálogos huecos y de un coloquialismo haragán ("—Supongo que la tonta también./ —No le digas así./ —Bueno... la muda./ —¿Sos pelotudo, Ajo?/ —¿Vos qué la defendés, idiota?").
Sin embargo, a partir del cuarto capítulo, en el que los protagonistas entran al monte uruguayo, se arman con machete y navaja contra los animales salvajes, y Ajo abre sus "ojos de animé", la novela penetra, ella también, al relato de aventuras en una textura distinta. Y es en esta vertiente donde Los invisibles tiene sus mejores momentos. El imaginario de la animación japonesa reaparece de manera constante; ya sea en la figura de Luisa, una de las veraneantes acaudaladas, que hace pensar en la princesa Mononoke de Hayao Miyazaki cuando monta "sobre el lomo del más joven de los perros, que esperaba a que ella se abrazara a su cuello antes de salir a galopar"; ya sea porque el narrador lo enuncia explícitamente ("De pronto los pájaros cantaban y un viento fresco barría con la tormenta haciendo que todo pareciera nuevo, tierno, calmo como esos mundos de animé que veía en la trasnoche del cine de Once"), lo cierto es que ese marco de ficción animada le permite a Los invisibles desembarazarse de la carga del realismo social mal entendido, aflojar y aflorar hacia pasajes más creativos. La máquina curativa y la mansión futurista de un ruso millonario a las que una joven jugadora de ping pong les da acceso para que Ajo se cure de una mordedura de serpiente perfilan la novela en un sentido mucho más imaginativo, cercano tal vez a algunas novelas de César Aira, en las que la resolución de los conflictos desprecia la verosimilitud y exacerba, en cambio, los desenvolvimientos más delirantes e inesperados.
Pero el mandato de "dar un mensaje", recae finalmente sobre Los invisibles, y el ping pong, el vodka y la máquina espacial que cura a Ajo se desdibujan pronto para dar paso al retorno de la novela "con contenido social" en su faceta más tergiversada: el guion de Hollywood. La mafia de los guardias de seguridad que se aprovecha de sus ingenuos patrones no sólo recluta niños de la calle para sus fechorías sino que, ambición mayor, buscan propagar el miedo en las casas de los ricos honrados (porque algunos ricos sí son honrados en Los invisibles) y, así, volver aún más necesarios sus servicios de protección. En una escena final forzada, el malvado guardia de seguridad que había digitado los robos desde las sombras queda al descubierto y las contradicciones se resuelven de un modo trágico, con el disparo inverosímil de una pistola olvidada al alcance de los niños burgueses.
Una novela plagada de lugares comunes, redundante y explicativa por demás, Los invisibles por momentos amaga con zambullirse en el "mundo irreal" en el que Ajo, Ismael y la Enana viven unos días de aventura infantojuvenil, pero recula y se pliega a las premisas cómodas de la novelística convencional.