El sueño de París fue un fulgor que atravesó las primeras décadas del siglo veinte. La industria cultural, su vida nocturna y las estampas bohemias convirtieron a la ciudad luz en la meca de la intelectualidad mundial.
El sueño de París fue un fulgor que atravesó las primeras décadas del siglo veinte. La industria cultural, su vida nocturna y las estampas bohemias convirtieron a la ciudad luz en la meca de la intelectualidad mundial.
El encanto parisiense ofrecía múltiples posibilidades impregnadas por el espíritu que supo condensar la famosa novela de Henri Murger, Escenas de la vida bohemia. Pero esa bohemia, romantizada mediante dispositivos complejos, podía convertirse en una trampa. Como en un juego de doble teatralidad, en ella coexistían universos dispares, pero dispuestos de tal manera que los verdaderos favorecidos eran siempre unos pocos. El tango en los cabarets de lujo, el champán, la cocaína. Y también el mundo de los artistas anónimos, cantores sin escenario, periodistas sin periódico, pintores sin pincel. La bohemia en serio. La que se padece.
En ese París de los años veinte se encontraron César Vallejo, el más grande poeta de habla hispana, y Alfonso de Silva, pianista, concertista, “el más músico de nuestros músicos”, según los cancioneros limeños. Ambos peruanos. Ambos latinoamericanos. Ambos sufrientes.
Para entonces, Vallejo ya había publicado Los heraldos negros y Trilce, libros con los que fundó un lenguaje poético tan original como profundo. De Silva, en tanto, ya había deslumbrado a los salones limeños cuando postuló al Real Conservatorio de Madrid, actuando incluso para la reina Victoria Eugenia de Battenberg, esposa de Alfonso XIII. Luego, ingresó al Conservatorio Nacional de París para continuar su formación en Berlín entre 1922 y 1923.
Llegado a París en 1923, Vallejo no tenía recursos para pagar una habitación y entonces tomaba el metro, donde podía dormir tres o cuatro horas si es que lograba hacer las conexiones posibles. El problema era en que el servicio cesaba a la una de la mañana, con lo que luego venían las caminatas por los bulevares, los descansos furtivos en los bancos de las plazas y los constantes sacudones de la policía.
El encuentro con Alfonso fue a poco de su llegada. El reconocimiento y la hermandad, casi inmediatos, la voluntad de enfrentar problemas afines hicieron el resto. Rosario Sáenz, por entonces la pareja de Alfonso, decía:
“César Vallejo nos acompañaba muchas veces. El Vallejo que yo conocí entonces era muy callado, casi taciturno, triste, creo que fueron los peores momentos de su vida, todavía nadie le conocía en París. No tenía dinero, prácticamente se moría de hambre”.
Alfonso, con algo más de experiencia en la capital francesa —aunque diez años menor que el poeta— le transmitía sus fórmulas: “(...) quedarse en la cama inmóvil, así había una economía de energías tremenda que mitigaba un poco la angustia del hambre, ya que el desgaste de energías se produce con el movimiento, ¿verdad? Y la otra forma era visitar el Mercado cada vez que estaba hambriento y no tenía un céntimo, a ver todo lo que se puede comer y... no se puede comer (...)”.
Y así, a veces se los veía juntos en el mercado. Espacio y tiempo de París para dos artistas que no podían alcanzar con su trabajo la subsistencia, a pesar del reconocimiento de sus pares y la infrecuente valorización pecuniaria de sus trabajos.
Vallejo escribió para diarios y revistas de importancia, como Mundial, Variedades, El Comercio. También colaboró ocasionalmente con Nosotros, Repertorio Americano o Amauta. No alcanzaba. Su epistolario da cuenta de la constante y desesperada búsqueda de trabajo.
También Alfonso fue un “arcángel en la miseria”. Tras un paso por Lima, en 1925 regresó a París con su nuevo amor. Se llamaba Alina Lestonnat Cavenecia, cantante de tangos que después de algún tiempo alcanzaría renombre con el seudónimo de Alina de Silva por sus actuaciones en el cabaret El Garrón junto a la orquesta de Manuel Pizarro.
Por su parte, Alfonso la acompañaba en el piano en pequeñas boites de París, mientras vivían con penuria en un hotel de la rue des Ecoles, cerquita de la Sorbona. Alina, que sería la madre del único hijo de Alfonso, ha recordado con ternura aquellas horas: “Nos reíamos a carcajadas, sin un franco en el bolsillo. (…) Todo el mundo habla del genio de Vallejo. Pero no hablan de su bondad. Resplandecía de bondad y sencillez (…). Era muy tierno. Dulce. Mimaba a los niños. No fue resentido nunca. Vivía sin la menor amargura. Todo el dolor lo volcaba en su poesía (…). Cuantas veces en nuestra casa de París (…) César Vallejo se sumió en silencio al escucharle arrancar al piano sonoridad de orquesta, los lieder de Schumann o de Schubert. En ese instante se sentía algo sobrenatural en la casa. Eran dos espíritus extraordinarios”.
A comienzos de la década del treinta Vallejo se afilió al Partido Comunista Español y, comenzada la Guerra Civil, inscribió su militancia en la causa republicana. De allí surgirá España, aparta de mí este cáliz, poemario que se encuadra en el realismo socialista y se desangra por la resistencia de las milicias populares: “Niños del mundo,/ Si cae España —digo, es un decir—/ Si cae/ Del cielo abajo su antebrazo que asen,/ en cabestro, dos láminas terrestres (…)”.
Alfonso, en tanto, había ingresado en un proceso de deterioro que se agudizaba día a día. Su tormento quedó registrado en 110 cartas y una angustia, título del libro en que se recopila parte de su epistolario. Cargado de noches, regresó a Lima, donde falleció en mayo de 1937 a los 34 años.
La noticia para Vallejo fue un anticipo de su destino. Eran almas hermanas y organismos gastados por la mala alimentación y el escaso sueño. Vallejo, que fallecería en abril del 38, firmó un poema eterno en octubre del año anterior que arranca así: “Alfonso: estás mirándome, lo veo,/ desde el plano implacable donde moran/ lineales los siempres, lineales los jamases”.
Alfonso y Alina dejaron una serie de grabaciones en el sello Pathé, de París. Entre ellas, Tus ojos, editado como tango —aunque en realidad era un vals— y con Alfonso de Silva como autor de la música y la letra: “Tus ojos que contemplo con delirio/ los quiero y los adoro con empeño/ tienen la palidez de mi martirio/ y la dulce mirada del ensueño...”.
Con el nombre de A unos ojos, este vals recibió en 1949 una grabación estremecedora de la orquesta de Aníbal Troilo con sus cantores Edmundo Rivero y Aldo Calderón. Lo curioso es que en este registro se advierten pequeños cambios en la letra... y algunos más importantes en los firmantes de la autoría, que ahora eran Carlos Montbrún Ocampo y Hernán Videla Flores.
Pero la historia venía de lejos. En 1911 el dúo de los peruanos Montes y Manrique grabó este vals en Nueva York para el sello Columbia y en 1917 hizo lo propio el dúo Almenerio-Sáez, aunque en Lima y en el sello Víctor. Luego, durante muchas décadas se mantuvo vigente a través de intérpretes de calidad, como Antonio Tormo, Guillermo Rico o Lucho Gatica. Incluso, su presencia llegó al siglo XXI. En el año 2000 lo grabó Juan Darthés como parte de un CD que llevó, además, el nombre del vals. Casi un siglo de belleza derrumbado en tres minutos.