La insurgencia cochina, obra inicial de Carolina Cobelo, es un libro sorprendente, que produce impacto, es decir movimiento. Ese movimiento no es suave ni disimulado ni progresivo, sino vertiginoso. Desde la primera línea nos subimos a un tren de alta velocidad.
Los capítulos se suceden como frescos, por su carácter plástico –se diría por su alto nivel de expresividad– y en el sentido que la palabra aporta en tanto adjetivo y sustantivo: su hechura trasunta tal dinamismo que parecen recién escritos, recién finiquitados; a su vez están listos y aptos para ser comidos, y yendo al uso coloquial del término, resultan descarados, descocados, impertinentes. El fresco es también una obra compleja, como la que dejó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, que se pinta directamente sobre una capa de estuco sin secar y por lo tanto debe realizarse entera en ocho horas. Este efecto produce el texto, cuyo ritmo imprime la sensación de que el encadenamiento de acciones no se detendrá nunca a pesar de los saltos temporales (la trama se revela en forma de zigzag). A los personajes no los vemos cuando piensan o están quietos sino en los momentos en que deciden moverse. Y generalmente toman medidas extremas: dejar sus hogares, abandonar la ciudad, asumir nuevas identidades.
Cobelo nació en Buenos Aires en 1982, año en que la Argentina perdió la guerra por las islas Malvinas. En el contexto de esta conflagración, que en la novela deviene en ocupación y dominación estadounidenses del país y de América Latina, comienza el relato. Y el germen de una resistencia que acabará por arrasarlo todo. Acaso por eso la escritora Gabriela Cabezón Cámara, en la contratapa, encuadra a esta criatura literaria “tan lejos del realismo como dentro del mundo”.
El tono de la narración rezuma irreverencia, provoca; tiene giros inesperados y un registro bizarro –algunas imágenes dan risa, otras asco y repulsión; llegan a rozar lo desquiciado–. La autora construye sobre los pilares de lo feo, lo sucio, lo escatológico, lo guarro, el erotismo, el porno, un material descarnado que resuena ya con Las hazañas de un joven Don Juan y Las once mil vergas del francés Guillaume Apollinaire (por el catálogo de conductas e incluso perversiones/delitos descriptos, desde la violación de niños y niñas a la prostitución y la pornografía infantiles), ya con el fraseo de nuestro Néstor Perlongher y hasta con las memorias de la esposa cubana de Ernesto Guevara, Aleida March (Evocación, mi vida al lado del Che).
Es que La insurgencia cochina aborda el eje sexo-revolución: lo sexual como potencia, vitalidad y acción transformadora. Si lo personal es político, aquí es geopolítico y militar. A sus aliados y seguidores la protagonista los mantiene enganchados por placer, ella domina a través del goce, por su gran carisma o capital sexual. A través de lo cochino. Lo sexual también es arma de disciplinamiento, castigo, tortura, vejación, humillación. Un arma revolucionaria.
Publicada en diciembre de 2018 por la editorial Brandon, de la asociación civil por la igualdad y la equidad de derechos y oportunidades con sede en el barrio porteño de Villa Crespo, la historia encuentra una de las claves de su potencia en los sujetos a quienes les atribuye la centralidad de las acciones. Identidades disidentes que en los últimos años se organizan para resistir la opresión expresada en el campo de lo legal, del discurso médico y psicológico, de las prácticas cotidianas, en la educación. Hoy tenemos incorporada la palabra “trans”, discutimos sobre aborto, Educación Sexual Integral (ESI), lenguaje inclusivo, matrimonio igualitario, aunque no nos pongamos de acuerdo. Hace cincuenta años estas reivindicaciones no figuraban en la agenda de los grupos revolucionarios, los cuales priorizaban la categoría de clase a la de género. En cambio las disidencias lideran la gesta colectiva que ha creado la pluma de Cobelo.
Ningún personaje heterosexual llegará a buen puerto, las parejas que dentro de la heteronorma funcionan –o son disfuncionales– lo hacen por conveniencia o costumbre (por ejemplo la primera dama y el presidente de Estados Unidos). Tampoco son amorosas las relaciones filiales o familiares, incluso hay incestos y abuelas que entregan a sus nietas para que se prostituyan. Así también los cuerpos se ubican por fuera de los estereotipos de supuesta belleza. Personas gordas, obesas, con las carnes caídas, sin dientes, despiertan pasiones intensas y asumen posiciones protagónicas y de poder más allá de su aspecto físico.
Un eje ineludible del libro es la violencia. Como la que atravesó Latinoamérica tras la Revolución Cubana y en los períodos de dictadura y terrorismo de Estado. La imaginería de los movimientos de liberación nacional, de las guerrillas, del foquismo, se plasma en las líderes que se proponen alzar –en el doble sentido de la palabra– el continente. La argentina Serafita y la india americana La Mala Cochise, bolcheviques feministas, organizan a los campesinos mientras fuman habanos y usan trajes verde oliva. También están presentes el conflicto por el Atlántico Sur en clave gay y hasta los malones que actuaron desde la conquista española, en especial en el siglo XIX, cuando se ganan a sangre y fuego la Pampa y la Patagonia.
Entre los estereotipos que La insurgencia cochina destruye, sobresale el del amor romántico. No es el amor la cualidad que mueve a un revolucionario, como subrayaba el Che (“hay que endurecerse sin perder jamás la ternura”). Más bien son la obsesión, la adoración y un desamor intrínseco, constitutivo. No hay personajes felices, conformes con sus vidas o motivados por la abnegación sino que gozan al destruir sin piedad, rapiñar, hacer baños de sangre.
La venganza de quienes han sido rechazados, en hechos puntuales e históricamente, se perfila terrible, demoledora. Con el odio a la vanguardia, los marginales se constituyen en la minoría iluminada que intenta dar vuelta la taba. Un catálogo de personas que el neoliberalismo excluye –y mata–, aquí matan y por fin ganan la guerra.