A las dos de la mañana, minuto más, minuto menos, el baile por terminar y la noche aún joven y prometedora, los bailarines empezaban a llegar al café de billares. Así lo habían convenido durante la tarde y allí estaban, como fierro, cumpliendo la palabra empeñada, el código de la amistad. No arribaban encolumnados; de a uno, de a dos, muy improbablemente de a tres —no se iba al baile en grupo—, entraban como si la ausencia les hubiese consumido la mitad de los muchos o los pocos años que tenían. Vinieran de cerca o de lejos —algunos habían cruzado la ciudad y no precisamente en automóvil—, pisaban las baldosas olfateando el aire como potrillos de carrera a punto de desbocarse. Los tacos los estaban esperando, las luces de los billares se encendían y la pachorra de lobo de mar se trocaba en movimiento continuo, pujante y torrentoso. A las tres, la noche madura en su apogeo, todo era libertad, jolgorio, distensión. En esas horas, raramente más allá de las cinco, el bullicio se adueñaba del café; o éste lo acogía, lo consentía, lo alentaba. Lo excepcional: recepciones ruidosas, vocerío irrefrenable, carcajadas, se presentaba con la cara descubierta; no se lo disfrazaba ni si le inventaba una justificación. El modo de vida cotidiano: concentración, silencio, parquedad, seguro de sí mismo y vigoroso, podía permitírselo con holgura; más todavía, vivirlo y sentirlo como broche de oro y no como renuncia o tacha.