En una, ella mira
En una, ella mira
hacia el frente,
con los ojos
entrecerrados y un gesto
que tal vez quiso ser una
sonrisa.
La blusa de cuello redondo,
el saco de paño cuyo color
quedó olvidado para siempre
borrado por el blanco
y negro de la fotografía,
los pequeños aros
que parecen brillar aún,
enmarcan un rostro apacible,
una joven mujer cuya mirada
parece estar buscando allí
afuera el sentido de estar allí,
sentada e inmóvil esperando
el destello de ese fogonazo
que la aterra y emociona
a la vez.
Pienso, mirando esa imagen
que el tiempo
ha ido amarilleando,
que ella sabía que su rostro
detenido en ese rectángulo de
papel iba a ser, estaba segura,
tal vez el único recuerdo,
la única certidumbre a la que
acudir cuando la necesidad
de rescatarla del olvido
y de la disgregación que el
olvido provoca con crueldad,
nos acuciara una tarde
hasta obligarnos a buscar
esa fotografía, a volver a
mirar la blusa, el saco de
paño,
los aros, el gesto que tal
vez haya querido
convertirse en sonrisa.
Pienso por qué esa es
la única fotografía, la
mínima huella, el solitario
documento que testimonia
su presencia en la infancia
lejana,
en el patio de tierra,
en el cotidiano rito del balde
de agua para aquietar el
polvo impalpable del
verano.
No se fotografiaba la rutina
de la casa, los rostros de la
gente, las zanjas, el molino.
Ella sabía que todo eso
no quedaría guardado
en una imagen:
ni la felicidad ni los pesares
de su vida, ni el bullicio de
nuestro corretear sin descanso,
ni los árboles cuyas hojas
caían lentamente en el otoño.
Y que por eso, esa mirada
que la fotografía capturó
para siempre, no miraba hacia
afuera sino hacia adentro de ella
misma, buscando como nosotros
después, en el corazón mismo,
por qué no, la certeza
de que ese día en que
estuvo sentada e inmóvil,
esperando un luminoso
fogonazo, sería
un hilo que no se rompería
nunca, el vínculo que nos sigue
uniendo y convocando
en la luminosa oscuridad
de la noche.
Rafael Ielpi
Por Matías Petisce